Aun Bolívar delirante, en la cumbre del Chimborazo, se le aparece el fantasma del Padre Tiempo, y el Libertador le confiesa: “He pasado a todos los hombres en fortuna, porque me he elevado sobre la cabeza de todos. Yo domino el Universo con mis plantas: toco al Eterno con mis manos, siento las prisiones infernales bullir bajo mis pasos: estoy mirando de una guiñada los rutilantes astros, los soles infinitos; he visto sin asombro el espacio que encierra la materia, y en tu rostro leo la Historia de lo pasado y los libros del destino”.
El profesor Raúl Serrano vincula el delirio del Libertador con un cuadro de Caspar David Friedrich titulado Viajero sobre un mar de nubes, pintado en 1818, cuatro años antes del paso de Bolívar. En la pintura se ve a un hombre de espaldas, erguido sobre una cresta de rocas; frente a él y a sus pies, una extensa masa de nubes cuyos espirales gaseosos envuelven varios roquedales y al fondo, en la distancia, aparece una cumbre azul como todo ese horizonte.
Hay que escalar, desgarrándose las manos y las rodillas del espíritu hasta una cumbre para ver tal panorama. Quien es capaz de tener una experiencia así se convierte en visionario: uno que, por su valor, audacia e inteligencia, puede ver más allá que sus contemporáneos, con mayor lucidez y amplitud.
El visionario recuerda al ‘Gran brujo’ de las sociedades arcaicas: un sujeto capaz de prodigios que ve en las entrañas del mundo y, sobre el cual, dice el antropólogo Malinowsky, surgen leyendas que cuentan “sus maravillosas curas o sus muertes, sus capturas, sus victorias, sus conquistas amorosas”.
El visionario, elevado sobre el resto de los mortales, es capaz de observar y comprender el mundo y, por tanto, si así lo decide y se mete a político, es el líder imprescindible de su sociedad: Él sabrá por dónde guiarla y hacia qué destino, sabrá a quiénes enfrentar y a quiénes sacrificar en las aras de la Patria, del Pueblo, del Partido…
Los académicos, más modestos que los líderes, describen su trabajo reconociendo que, si son capaces de ver más allá, es porque, a pesar de su escasa estatura, están subidos sobre los hombros de gigantes; J. L. Piñuel Raigada, en su cátedra de la Complutense, bromeaba diciendo que todos estábamos encaramados sobre los hombros de Marx. Hay una gran diferencia entre ser enanos trepados sobre el pensamiento de hombres inteligentes y ser semidioses plantados sobre las altas montañas.
Hubo políticos sensatos quienes, a pesar de su posición de privilegio, fueron tan prudentes como los académicos al evaluar sus capacidades para dilucidar la verdad de mundo. El conde Galeazzo Ciano, yerno de Mussolini y uno de sus ministros más importantes, analiza, en sus memorias, el panorama político y bélico de la terrible época en la que vivió. Confiesa con frecuencia su incapacidad para entender, y peor prever, los cursos del destino (uno de esos cursos lo llevó hasta el paredón, donde fue fusilado por orden de su suegro, hacia fines de la II Guerra Mundial).
Otro político sensato fue Winston S. Churchil. En 1935, se refería a Hitler, señalando que, sobre semejante sujeto, aún no podía tener una comprensión suficiente como para juzgarlo: “Esa visión total nos está vedada hoy. Aún no podemos decir si Hitler será el hombre que desencadenará de nuevo sobre el mundo otra guerra…”.
A diferencia de estos líderes conscientes de sus limitaciones, los visionaros, suponiéndose por encima de sus semejantes, encaramados en el aire enrarecido de unas cumbres escabrosas, solos, creen ver más allá que los otros, que los mortales comunes quienes, engolfados en nuestros pobres afanes, poco atisbamos del mundo y poco hacemos por transformarlo.
Los visionarios políticos se inventan quimeras. Son farsantes o megalómanos, ven poco más que una masa de nieblas y permanecen ignorantes sobre los senderos por los cuales el porvenir ha de llevarnos a todos: “He arado en el mar y sembrado en el viento”, dijo Bolívar al final de su vida, algo que no leyó sobre el Chimborazo, en los libros del destino del Padre Tiempo.