No ha sido fácil la visita a Buenos Aires del escritor mexicano Juan Villoro. Reconocido como uno de los grandes cronistas del periodismo contemporáneo, vino a Argentina a dictar un taller de periodismo narrativo, y a dar conferencias en cuanto lugar lo hubieran invitado. Y estrenará su obra de teatro ‘Filosofía de Vida’, bajo la dirección de Juan Daulte.
Los argentinos no lo han dejado en paz. Tiene la agenda llena y hay un sinnúmero de medios que solicitan “aunque sea una entrevista de 15 minutos”. Todos quieren escucharlo. Apenas llevaba cuatro días en la capital y ha debido dar un sinnúmero de conferencias, además del taller, y aún le queda más por ofrecer.
Eran ya las 01:00 del viernes, y mientras en el barrio armenio de Buenos Aires se celebraba el Año Nuevo 4503, bajo el sonido de la pirotecnia, ofrecía disculpas a los miembros de Fopea (Foro de Periodismo Argentino) porque desde la 08:00 que estaba en pie, “he hablado tanto y quizá ya no tenga la misma lucidez”.
No fue cierto. Siempre estuvo lúcido. En septiembre cumplirá 55 años, pero si no fuera por algunos signos de calvicie y una que otra cana se diría tranquilamente que ‘es un muchacho alto’. Pero fundamentalmente fue un ‘maestro’–término que seguramente no le gustará– de cómo ejercer el periodismo.
Con una trayectoria sostenida como cronista, que comenzó cuando le pidieron una crónica sobre uno de sus maestros en literatura, Augusto Monterroso –“llegué de casualidad, yo solo era un escritor de cuentos”, dirá- es una referencia sobre cómo escribir y sobre qué escribir. Pero sin duda que su presencia ha sido buscada para entender cómo conviven los periodistas mexicanos con el estado de violencia del narcoterrorismo que en 4 años se cobró la vida de 40 000 personas.
Según Reporteros Sin Fronteras, “México comparte el triste podio de ser junto a Iraq uno de los países en donde es más riesgoso ser periodista”, cuenta. “Y los que más lo sufren son los de los diarios pequeños; a tal punto, que ya la prensa regional no cuenta los hechos. Si algo ocurre en Sinaloa –epicentro de los carteles mexicanos– la información sale en los diarios nacionales”, para proteger la vida de los comunicadores.
Es que México es, paradójicamente, un país despoblado. Con casi 114 millones de habitantes, el 80% vive en los centros urbanos y el 20% es población rural. Antes de la Revolución Mexicana, y su consecuente Reforma Agraria, era exactamente al revés. Es algo que ha favorecido “a los narcotraficantes que tienen todo un territorio donde desplazarse; tienen muchos escondites”.
El peligro es el acostumbramiento a una realidad de la que muchos mexicanos se sentían ajenos, como si fuera solo un problema de narcos. Cuenta que los niños juegan con los cascotes de las balas disparadas y hasta con las cosas que encuentran en los bolsillos de los asesinados. La violencia no solamente proviene de los capos narcos y de la lucha entre los carteles, sino también de propietarios de negocios que en apariencia son legítimos, como una lavandería y que son producto del lavado de dinero.
El otro peligro, según Villoro, “tan fatal como el otro es la paranoia absoluta. La gente está encerrada porque teme que si sale la van a matar, porque ya el narcoterrorismo tiene como objetivo la población civil. El lema en los retenes policiales es ‘Atención, precaución y desconfianza’. Es decir que todos somos sujetos de desconfianza”. El reto periodístico es contar no las historias de los dos poderes: el político y el fáctico de los narcos, sino las historias de las víctimas. “Pero es difícil contar 40 000 biografías”, reflexiona.
Afortunadamente, no solo de dolor habló Villoro. También trajo consigo el humor y nada mejor para un contador de historias que el azar mismo. En la Fundación Tomás Eloy Martínez, una multitud lo esperaba el miércoles.
“Esperábamos un coche que no pudo llegar por un corte que había de la presidenta Cristina (Fernández, en campaña electoral). Luego nos subimos a otro coche que pensó que íbamos a San Telmo y pidió que nos bajáramos porque le daba tiempo para llegar a San Telmo pero no a Boedo y tenía que esperar a su relevo. Tomamos un tercer taxi que nos llevó a Boedo, pero a otro lugar porque había escuchado a otras personas que tomaban otro taxi que iban a Boedo y pensó que nosotros las íbamos siguiendo”.
Salvando las distancias, algo parecido le ocurrió en Chile y lo impulsó a escribir ‘8.8’, el libro sobre el terremoto del año pasado. Luego de un congreso de literatura infantil, estaba por volver cuando ocurrió el sismo. Debió quedarse varios días más porque el aeropuerto quedó inhabilitado. Su relato era conmovedor e hilarante al mismo tiempo. Todos en pijamas en las calles.
“Y yo soy de la generación que creía que el pijama es un signo de la burguesía imperialista y dormía con camisetas del Che Guevara y otros ídolos argentinos. Había algo muy entrañable en esa escena: la posibilidad es sobrevivir de manera tan frágil, con ropas que no sirven más que para dormir. Habíamos pensado que el edificio se caía, y lo único que íbamos a conservar son esas prendas que son las prendas de la inocencia, con las que confías que vas a despertar después”.
‘Yo siempre le voy al Necaxa y también a Álex Aguinaga’
Ningún aspirante a escritor se atrevería a decir nada en contra de Villoro porque una de sus pasiones es la crónica deportiva; quién no se atrevería a decir que la poesía es cohesionador de la sociedad como el fútbol. Ha cubierto algunos mundiales de fútbol y es, por sobre todas las cosas, un ‘sufridor’, como buen mexicano y, además, hincha del Necaxa que ahora se encuentra en segunda división.
“Aguinaga”, dice cuando se acerca el corresponsal de EL COMERCIO. “En México van a hacer un salón de la fama del fútbol y entre ellos está Aguinaga. ¡Qué extraordinario jugador!”. Y hasta llega su alegría. “Ningún mexicano se apasionará como un argentino. Nuestro ADN nos lo impide porque si nos apasionamos tanto nos vamos a decepcionar mucho. El aficionado mexicano requiere de una muy buena dosis de autoengaño para seguir viendo a su equipo y a la selección nacional; para verlo perder especialmente con Argentina. Ya es una especialidad mexicana. No deberíamos salir a la cancha en esos partidos”.
La diferencia es lingüística. “Hablando con Martín Caparrós (el escritor argentino con quien mantuvo un blog durante el mundial de Sudáfrica), él dice ‘soy de Boca’. Como mexicano, yo le ‘voy al Necaxa’. Es distinto, no es nuestra identidad. Nosotros seguimos al equipo a una distancia prudente porque al final está el abismo”.
La multitud goza escuchándolo. “La primera vez que fui a un estadio, fue al de River. Vine con mi padre, un Boca-River. Un señor me reconoció por el acento como mexicano y me preguntó si era cierto que los hinchas de dos equipos diferentes se sientan juntos y no se matan. Le dije que somos bastante calmados, y compartimos bebidas y tortas. Se quedó pensando y dijo de manera inolvidable, ‘¡aaaaah pero qué degenerados!’ La pareció que era la perversión máxima de la pasión”.
“Imagínense –remata–, el equipo León tiene como lema de guerra una canción de José Alfredo Jiménez que es “La vida no vale nada”. Imagínense, una hinchada apocalíptica cantando la vida no vale nada. El grito de guerra para la Selección mexicana es ‘sí se puede’, que es la demostración empírica de casi nunca se puede. El fútbol en México es una acto de fe, por eso incorpora tanto la imaginación y estimula la crónica”.