Víctor Vizuete. Editor vvizuete@elcomercio.com
A pesar de los problemas que le nacen cada día, Quito se resiste a volverse una discapacitada. Es una urbe cambiante y controvertida pero dinámica, en expansión.
Esta dinamia concuerda con el desarrollo mundial, que también vive bemoles y contratiempos. Es imposible pensar en una metrópolis que no crece, que no evoluciona, que no se adapta a su tiempo.
Quito trata de subirse en este tren que no se detiene. Y da varias señales de que no anda descarrilada. El último es el anuncio de la recuperación de La Licuadora, ese edificio que perteneció al ex-Filanbanco y que genera controversias en cuestiones de arquitectura, pero que se convirtió en un ícono del Centro Histórico. El anuncio municipal es plausible. Ahora solamente falta que se cumplan los plazos y los ofrecimientos.
Muchos ciudadanos aplauden y colaboran con la transformación, porque saben que al final les beneficia individual y grupalmente: las mejoras barriales se reflejan en el aumento de la plusvalía de sus inmuebles.
No obstante, a la gran mayoría de ciudadanos de la capital le importa un soberano pepino lo que pasa con su ciudad, su barrio, su calle o su parque. Es más, muchos vecinos son profesionales en destrozar lo que logran sus barriadas o urbanizaciones con tanto sacrificio.
El caso de los parques infantiles es sintomático. Más se tarda el Municipio en diseñarlos o rehabilitarlos que los malandrines seudociudadanos en volverlos chatarras. Dese una vuelta por los barrios del sur y verá que no es una exageración.
Y todo eso sucede ante la mirada impasible del resto de vecinos quienes, por miedo o desidia, se vuelven cómplices del destrozo. Así, ¿quién podrá salvarnos si nosotros mismo conspiramos?