La democracia y sus sistemas de decisión y elección, con su separación y balance de poderes, con los derechos como límites y objetivos al poder, con sus formalidades, tiene muchos problemas, defectos y deficiencias; está bajo crítica permanente desde los extremos de la izquierda y de la derecha.
De un lado, los experimentos del “centralismo democrático”, de los partidos únicos y similares; del otro, el enojo de quienes creen que someterse a la voluntad de las “masas” es un error; sin olvidar a quienes defienden las elecciones y sus resultados hasta que pierden o hasta que ganan, y tratan de perpetuarse en el poder; a quienes se dicen defensores de una sociedad plural y que en la práctica tiene un catálogo de reivindicaciones dirigidas a imponer una visión única de la política, la sociedad, el poder y el Estado; a quienes se autodenominan defensores de los derechos humanos, critican la democracia burguesa y solo defienden a quienes les simpatizan, pero callan y miran a otro lado cuando se trata de regímenes autoritarios o de excesos cometidos en nombre de las causas que apoyan.
Igual que los activistas antiviolencia que claman contra ella, pero se alegran con acciones violentas, que justifican al consideran que proviene de quienes creen estar del “lado correcto de la historia”.
Estos días se ha repetido el libreto que conocemos. Hay quienes justifican todo en nombre de la protesta, el derecho, las normas; los derechos son invocados para justificar lo que hacen; el mismo derecho y los mismos derechos son ignorados, cuando no abiertamente rechazados, si se usan para enfrentar los abusos y los excesos de aquellos con quienes se consideran identificados.
Quienes creemos en una sociedad que se enriquece con la pluralidad y la diversidad, que consideramos al racismo, la exclusión y la falta de acción frente a la pobreza, el maltrato y la violencia como inaceptables, estamos en desventaja frente a quien lidera esta protesta y muchos de los que la respaldan, porque para muchos es barbarie o comunismo indoamericano.