Me llamo María Celestina Guaiguacundo y nací un 24 de mayo de 1936, el mismo día de la Batalla de Pichincha, por eso he de ser así: fuerte, valiente.
Yo nací, crecí, me bauticé, estudié, me enamoré, me casé y tuve hijos en Chillogallo. Y aquí sigo viviendo. El sur es bien distinto a lo que era cuando yo era niña. Ahora está lleno de casas y de gente. Antes era solo montaña. Había paz.
Nací en la casa de tres pisos de los señores Camacho, que estaba al lado del parque. Ahí trabajaba mi mamita sembrando cebollas, coles y haciendo lo que le pidieran.
Siempre he estado rodeada de niños. Yo tuve 11 hijos, y luego ellos tuvieron más. Hoy tengo 31 nietos y 24 bisnietos.
Son tantos que ya no recuerdo los nombres de los más pequeños, pero de mis hijos sí me acuerdo. Desde el primer varón, Pedro; hasta el ultimito, Víctor. De las mujercitas: Mercedes, Cecilia, Emperatriz. De ninguno me olvido. Tampoco de lo que me dolió parirles.
A los 10 primeros les di a luz en la casa. Solita. Sin doctor. Pero antes de contarle eso, déjeme hablarle de mi esposo. Lo conocí también en Chillogallo. Cuando era muchacha me iba con las amigas a coger catzos al parque central. Bajábamos a las cuatro de la madrugada.
Ahí estaba yo con la Velita Velásquez, que ya es finadita, y él se acercó. “Ya acabaron”, me dijo, y yo no le hice caso. Luego ha averiguado dónde trabajaba yo arreglando una casa, en La Marín, y me fue a buscar. Salíamos juntos a almorzar en el Mercado Central. Y luego me esperaba para regresar al barrio a las 4 de la tarde. A esa hora pasaban los últimos buses.
Me casé con él, Pedro Shulca, el 19 de marzo de 1960, en la iglesia de la parroquia Chillogallo. Enseguidita, ese mismo año, tuve a mi primer hijo.
Clarito me acuerdo de ese día. Estaba en la casa de los papás de mi marido y me empezó a doler todo. Sentía que ya me moría. Y la vecina Angélica Arévalo me vio así y le dijo a mi suegra “pobre guagua, ya ha de estar en labor, hay que ayudarle”. Y le llamaron a una señorita que era sobrina del padre de la iglesia. Ella me hizo enfermar (dar a luz). Los dolores empezaron a las seis y media de la mañana. Sufrí todo el día y toda la noche. Y al otro día nació mi hijo.
Ya se me había estado pasando el parto y nació medio muertito. Ella le cogió, le dio dos nalgadas y ahí reaccionó.
De ahí cada dos años tuve un hijo hasta que cumplí más de 40. En todos esos años nunca dejé de trabajar. Solo el día en el que iba a dar a luz no iba a labrar la tierra. Luego, cuando ya me recuperaba, volvía a salir a sembrar alfalfa, choclos, de todo… También trabajaba lavando la ropa, en la cocina, donde me necesitaran.
Yo empecé a trabajar desde niña. Solo estudié tres años en la escuela. Iba a pasar a cuarto grado pero mi mamita me llevó a que recogiera melloco.
“Vamos a que me ayudes”, me dijo. Como falté tanto a la escuela, perdí el año. Mi papacito, que en paz descanse, me dijo que tenía que seguir ayudando. Mi mamita sí quiso que estudiara, pero yo dije: “mamita, solita no ha de alcanzar”.
Muchos años trabajé ordeñando vacas. Cargaba un tarro de 40 litros de leche y salía a dejar a los señores de la hacienda. De repente, cuando sobraba, nos podíamos llevar, pero nos descontaban a fin de mes. También deshierbaba y cuidaba animalitos: gallinas, chanchos y a un burrito.
En la casa también trabajaba: duro es lavar, planchar, cocinar y criar a los hijos. Aunque sí se cuidaban entre ellos.
Antes, todo era más duro. A las tres de la madrugada salíamos con mi esposo al panteón, donde había una vertiente, a coger agua para cocinar y bañar a mis chiquitos.
Para mí, la vida ha sido trabajar. Criar hijos y trabajar. No me acuerdo haberme ido de paseo, no tenía tiempo. Pero sí había algo que me gustaba: caminar por la Plaza Grande. Ver a la gente me entretenía.
Mis hijos sí son estudiados. Las mujercitas son costureras, los hombres mecánicos y unito es chofer. Eso me hace feliz. ¿Sabe qué ha sido lo más bonito de tener hijos? El amor que luego le dan. Cómo, cuando una está viejita, le cuidan.
A veces vienen, me sorprenden, me abrazan. Y yo les veo a los guaguas de ellos y soy feliz. Eso es lo que no me gusta de la pandemia. Que ya no pueden venir como antes. Yo paso solo encerradita y es peligroso que toda la familia venga.
Ahora, al fin me ha llegado el momento de descansar. Ya los brazos no me avanzan para coger mucho tiempo la escoba ni para baldear. Son los años.
Dura ha sido mi vida, pero lo más difícil de todo fue ver morir a seis de mis hijos. Sufrí mucho. Una piensa que no va a superar, pero el amor de los que quedan vivos, ayuda. Eso sana. Así es, señorita, el amor de los hijos es lo único que cura las heridas.