El economista Correa es el artífice de una contradicción de mucho calibre. Por una parte, patrocinó una Constitución garantista, con las formalidades propias de las constituciones democráticas de un Estado de Derecho, no sin ciertas excentricidades como ese Consejo de Participación Ciudadana, brazo del Ejecutivo, con amplias competencias pero sin ninguna representatividad que lo legitime, o una Corte Constitucional con facultades discrecionales y legislativas, incluso con capacidad para interpretar la Constitución, privilegio que queda reservado a los representantes de la soberanía popular en los congresos o parlamentos. De otro lado, valiéndose del mismo marco institucional, ha sido el arquitecto de un Estado “hobbesiano”, en el que la presidencia se ejerce como órgano de la personalidad del Estado, bajo el principio de que dividir el poder es disolverlo. Y también ha logrado que un amplio sector de la sociedad haya consentido en delegar en la presidencia un poder total, renunciando voluntariamente a su soberanía, privando de ella a la Asamblea Nacional y renunciando al derecho de decidir, controlar y revocar.
Dentro de una estructura constitucional horizontal, que reconoce la división de poderes y mantiene el sistema clásico del equilibrio entre ellos, el verdadero poder es vertical y a la cabeza de la pirámide están sometidos los legisladores, jueces, funcionarios y controladores. El Leviathan se ha personificado, con nombre y apellido .
No puede desconocerse que la contradicción ha sido superada gracias al liderazgo del Presidente, obras realizadas, a su capacidad para conducir las masas y usar un lenguaje que expresa lo que muchos quieren escuchar. Como complemento carecemos de partidos políticos; una oposición opaca y desarticulada, que ha sido acusada de todos los males desde la fundación de la República, no es alternativa de poder y no aparecen líderes con fuerza para organizar un movimiento que sea opción.
Este panorama genera una preocupación sobre la que todavía no se reflexiona: ¿una persona que no sea autócrata, sin amplio apoyo popular, podrá gobernar en el futuro? La respuesta es negativa. Desmontar la maquinaria institucional es cuestión de largo tiempo y requiere de respaldo. Los demonios que esperan silenciosos, por temor, volverán a las calles en cuanto enfrenten un gobierno débil y sin mayoritario apoyo ciudadano. Si a eso se añade un eventual deterioro de la economía, los “forajidos” de nuevo cuño se sentirán dueños del país. Desde una visión objetiva, no vacía de pesimismo, parece que el proceso terminará en una dictadura disfrazada de civil, para evitar el caos .