Es muy probable que el presidente Moreno haya tenido razones suficientes para decretar la extinción de la empresa de ferrocarriles, en medio de la batalla con una crisis fiscal que parece insuperable. Es más que probable que la llamada rehabilitación, perpetrada por el gobierno anterior, haya estado plagada de actos de corrupción, que seguramente habrán estado, o están, en la mira de la Fiscalía y la Contraloría. A los ecuatorianos de mi generación estas dos realidades nos provocan un sentimiento de profundo pesar, pues no atinamos a saber qué pasará en el futuro con el ferrocarril.
En nuestra niñez y juventud, el tren significaba la conquista de las distancias más remotas; la búsqueda de nuevos horizontes a través de volcanes indomables o llanuras fértiles, cruzando puentes tendidos sobre los abismos y escondiéndose en túneles. Un encuentro con centenares de pueblos y millares de gentes, que mostraban una oferta multicolor frente a los ojos asombrados de los viajeros. Una ilusión, que comenzaba a la madrugada en Chimbacalle y, culminaba con las últimas luces del día, llegando a Durán, pasando el río, y en el encuentro final con Guayaquil.
Más adelante nos enteramos de la epopeya de su construcción, como podríamos calificarla con justicia. Posiblemente la obra pública más importante de la historia ecuatoriana, con todo su bagaje de esfuerzo titánico, de superación y triunfos, de leyenda, y hasta de muerte. También supimos lo que significó para el desarrollo económico del país, para la unidad de sus regiones, inclusive para su autoestima como nación al haber culminado esta obra imposible. Y hasta se nos contó de su papel en la tragedia de la política nacional. El tren marcó sin exageración un antes y un después en la vida del país.
Todo esto es tiempo pasado, se me replicará. Se agregará que ahora ya no hay lugar para romanticismos. Distancias, búsquedas, encuentros, en estos días se resuelven, se superan de otra manera, al ritmo de la premura de la época. Con el paso de los años, el tren se ha ido quedando como una pieza de museo, a la que resulta ilusorio darle una utilidad rentable, como lo exige la lógica economicista de los tiempos actuales, según ha quedado demostrado en estos últimos años.
¿Por qué? Me pregunto. ¿Por qué los trenes siguen devorando kilómetros en tantos países del mundo, pero no en el Ecuador? ¿Se trata de una implacable imposición de la geografía? ¿O de una trágica herencia de la historia? ¿O es más bien una demostración más de improvisación, de irresponsabilidad, de cálculos equivocados, de incompetencia, de politiquería demagógica?
Quisiera encontrar una respuesta. Pero sobre todo quisiera que alguien me asegure que podemos seguir soñando en el tren.