En las aulas del Mejía, en los años 70, los conflictos entre estudiantes se resolvían con la agitada conversa que terminaba en “chupe” o con la mediación de algún profesor. Pero, otras veces, se resolvían a trompones. Este, como otros eventos, eran rituales de iniciación en la ruta de hacerse “grandes”.
El ritual de los trompones comenzaba con una cita de honor, siempre y cuando los contrincantes fueran “cotejas”, del mismo porte y contextura. Se evitaba la pelea entre un grandote y un pequeño…: “Entonces fulanito… nos vemos fuera del colegio… en la Alameda… Sí nos vemos”. Y tanto uno como otro iba al lugar del combate, acompañado de sus amigos.
Antes de la pelea, alguien señalaba las reglas que se las debía respetar a rajatabla: la riña era a puño limpio, nada de armas ni manoplas ni cadenas ni instrumentos peligrosos; nada de patadas; y, si alguno de los contendientes caía al suelo, no se podía abusar de esa situación. Era pésimamente visto el que pateaba al caído.
Con las reglas claras los peleadores alentados por sus amigos se enfrentaban hasta que sangraba alguna nariz. En ese momento el grupo sabiamente separaba a los rivales y les pedía que se dieran la mano. Conozco que luego de esa refriega, del desahogo violento y controlado, se inauguraron amistades duraderas.
Pero, hubo otras situaciones, donde no se respetaron las reglas y el pugilato terminó en batalla campal, con mal heridos y todo. Entonces eran repudiados, por “malos amigos”, los azuzadores que te empujaban a la pelea, no frenaban el combate, avivaban la tensión, y luego se hacían los locos. El odio y desunión del grupo cundiría para siempre.
Hoy vemos un pleito entre “no cotejas”, de Rusia contra Ucrania, de un grandote desquiciado contra un pequeño delirante que terminará mal y derrotado. ¿No hay quién pare la guerra en la que todos pierden? Los “amigos” que deberían hacerlo, Estados Unidos y la Unión Europea, convertidos en azuzadores peligrosos de un fuego, del que saldrán quemados.