Robert Dahl, uno de los teóricos más importantes de la democracia, a la que denominó poliarquía, sostiene que un régimen democrático debe tener al menos 7 instituciones: 1) Políticas públicas que dependan de funcionarios electos; 2) Elecciones libres e imparciales; 3) Sufragio inclusivo; 4) Derecho a ocupar cargos públicos; 5) Libertad de expresión; 6) Variedad de fuentes de información; y, 7) Autonomía asociativa.
Para una mejor interpretación, Dahl redujo esas 7 instituciones a dos dimensiones teóricas: la amplitud del debate público o la facilidad que el régimen de turno le da a la oposición para la lucha política; y, el nivel de participación de los ciudadanos en las elecciones y en el gobierno.
Dentro de estas dimensiones, Dahl identifica 4 tipos de regímenes: las poliarquías, en las que hay debate público y participación; las hegemonías cerradas, en las que no existe ninguna de esas características; las hegemonías representativas, en las que hay cierta participación electoral, pero el debate y la lucha política están restringidos o proscritos; y, las oligarquías competitivas, en las que hay ciertos debate y lucha política, pero la participación en la toma de decisiones está restringida a unos pocos privilegiados. ¿Un ejemplo? Rusia.
Cuando implosionó la URSS, muchos funcionarios soviéticos, aprovechando el hundimiento del régimen, se apoderaron de las compañías estatales, convirtiéndose en grandes oligarcas, pero necesitaban a alguien que les garantice que la propiedad de esos activos no les fuera cuestionada, que es donde Putin entra en juego.
Así, quizás la solución a la invasión de Ucrania no pase por tácticas bélicas, sino por poner contra la espada y la pared a los oligarcas rusos dándoles donde más les duele: sus ganancias. Si estos ven que la estrategia expansionista de Putin les afecta económicamente, probablemente piensen bien en seguir apoyándolo. Quizás no significará la democratización de Rusia, pero sí, al menos, detener sus sueños imperialistas.