Luego del regreso de la democracia en Argentina en 1983, el Congreso Nacional y el Presidente Raúl Alfonsín aprobaron y sancionaron, respectivamente, las controversiales leyes de Punto Final y Obediencia Debida.
La primera determinaba la paralización de los juicios contra los autores de las detenciones ilegales, torturas y asesinatos durante la dictadura; la segunda establecía que los delitos cometidos por los militares no eran punibles por haber actuado en virtud de la “obediencia debida”, según la cual los subordinados se limitan a obedecer órdenes de sus superiores.
¿Por qué un legislativo y un presidente democráticos decidieron otorgar impunidad a estos criminales? Pues, supuestamente, para contener los riesgos de un nuevo golpe de Estado y el regreso de la dictadura, representados en el levantamiento militar de abril de 1987 de los “carapintadas” que, con la excusa de “exigir respeto para las FF.AA.”, se negaban a comparecer ante la justicia por los crímenes cometidos. El mensaje era claro: “si quieren gobernabilidad tienen que darnos impunidad”.
El 14 de junio de 2005, la Corte Suprema de Justicia de Argentina resolvió que las leyes de Punto Final y Obediencia Debida era inválidas e inconstitucionales por intentar brindar impunidad a delitos francamente violatorios a los derechos humanos y de lesa humanidad. En el dictamen previo del Procurador de la Nación, éste sostenía que la democracia se profundiza en base a la verdad y a la justicia para aquellos que han sufrido el avasallamiento de sus derechos y reclaman una decisión imparcial.
Y es que la reconciliación, la gobernabilidad, la seguridad jurídica, la democracia, no se obtienen ni se profundizan otorgando impunidad. Solo la búsqueda de una justicia en la que se resarzan los daños y se paguen las culpas fortalece la confianza en la democracia y sus instituciones. Eso es algo que ni les importa ni lo han entendido los asambleístas que amnistiaron a delincuentes el pasado 10 de marzo en Ecuador.