Ídolos de barro, hechos a medida de un mundo que se quedó en las imágenes, que de las ideas y los valores se trasladó al espectáculo; que vive anclado en los gestos de seres mediocres, transformados en los referentes, en las guías, en los líderes. Ídolos de barro que invadieron la literatura, el arte, la política, el deporte. Ídolos de barro, como ese Maradona arrogante, que hace juicios de valor sobre el mundo, que cree tener el destino en la mano y que, cuando le derrotan, se quedan sin palabras, sin generosidades, entumido en su verdadera y precaria dimensión.
Ídolos de barro como Íngrid Betancour, que perdió los papeles hace tiempo, que no supo mantenerse a la altura en que le colocó la vida, que se obnubiló, y que ahora demanda al Estado colombiano que le pague millonaria indemnización. Ídolo de barro, que pudo ser héroe, referente sólido de un país y de una época, que pronto se perdió en las trastiendas del chismorreo de las revistas del corazón. Ídolo de barro que ahora se enreda en lío judicial, que se achicó, que se sumergió en la mediocridad ambiente.
Siempre hubo estos ídolos, becerros de cartón, transitorios íconos expuestos a la adoración de multitudes hambrientas de imágenes, de leyendas opereta, tras las que actúa la maquinaria de la propaganda, el “prestigio” fabricado por los cortesanos y la mentira transformada en verdad. Siempre los hubo, pero los tiempos que corren, sin duda alguna, se llevan el campeonato mundial de la fabricación de estos subproductos de la sociedad mediática. Estamos llenos de ellos. La noticia son ellos, sus gestos, palabras, caprichos y desatinos. La opinión es la de ellos. Lo que importan son ellos, pese a la evidencia del disparate que encarnan, de la medianía que los agobia, de los caprichos infantiles que son la marca de sus vidas. Estamos agobiados por ellos, saturados de sus estilos, esperando lo que digan, o lo que hagan.
Para entender nuestro tiempo, la democracia de masas, la cultura de multitudes, la literatura de folletín, habrá que poner atención a este imperio de ídolos de barro, a esta tiranía del disparate, a este estilo de revistas del corazón que se ha impuesto en todos los órdenes de la vida. Probablemente allí esté la explicación de la vigencia de los perfiles de hombre y mujer, que son los grandes referentes de todos, que no pasan de la vaciedad del modelo, de la mentira del discurso fácil, de la moda estrafalaria. Todo ello, si se quiere, pase. Lo grave es que ahora las ideas siguen la ruta que dejan los ídolos de barro. La “literatura” consume ríos de tinta en torno a ellos. Muchos oficiantes, en papel de intelectuales, reparten inciensos entre la multitud entontecida por el carisma de íconos baratos. Muchas teorías se construyen sobre personajes que, vistos a la distancia del tiempo, no valían la pena ni si quiera como transitorio objeto de noticia.