En el año 2000 yo vivía en un edificio caraqueño que tenía un portero particular. Figueroa era su nombre. Todo un tipo. Uno de esos hombres que controlan el espacio que habitan todos los días. Se convierten en parte del paisaje. Y cómo.
Figueroa había querido ser militar, pero la mala conducta jugó en su contra y lo despidieron temprano. Por eso derivó hacia un cuerpo policial, sin demasiada suerte, y terminó en un edificio, como el nuestro, de portero.
De su breve pasantía por la fuerza militar le quedó la costumbre de usar franelas blancas, pulir la hebilla dorada de la correa y sacarles brillo a unos zapatos negros y acharolados.
En el edificio era imposible no reparar en su presencia. Como todo vivo criollo, era rápido con las respuestas más ocurrentes. Estaba pendiente de todos los detalles del edificio, y reportaba en un cuaderno las novedades.
En apariencia, era el alma del edificio en el que todos confiaban su seguridad. Claro, era un hombre que tenía sus mañas. Por ejemplo, un día uno de los propietarios del edificio advirtió que Figueroa le había alquilado un estacionamiento a un vecino de otro edificio.
Otros aspectos de la personalidad de Figueroa preocupaban. Él se encargaba de cancelar los servicios de la empresa que mantenía los ascensores en funcionamiento.
Cierto día, un empleado de esta empresa reclamó que una deuda del pasado no había sido abonada a tiempo. Presentó las pruebas de su reclamo. Ya era hora de que se produjera una reunión excepcional del condominio para repasar las características peculiares que convertían a Figueroa en el problema más agudo de la convivencia.
La comprobación del cobro del cheque era un asunto grave. Lo curioso es que nadie tenía dudas de que Figueroa era un psicópata de cuidado. Pero ningún propietario quería verse involucrado en la denuncia que se debía asentar en la comisaría más cercana, para reclamar lo que era un vulgar robo. La gente había comenzado a tener miedo.
Cierto día corrió la noticia de boca en boca de que habían encontrado a Figueroa en el sótano revisando la basura.
Para ciertos vecinos era una prueba contundente de que teníamos un espía , quien husmeaba la basura tras la pista de documentos que incriminaran a los propietarios del edificio en una actividad antichavista.
La figura de Figueroa crecía en el imaginario de los vecinos como si se hubieran trasladado a una trama policial de las que ocurrían detrás del Muro de Berlín en los años del comunismo.
Figueroa alargó por algún tiempo la malandrería que ejercía en nuestro edificio, amparado en el terror que se desparramaba en Venezuela como el agua de una bañera desbordada. Hasta que un día recibió una oferta de trabajo ideal: ser el portero de un nuevo rico.
Lo que sentí en aquel momento, y lo que siento ahora, 15 años después, es que Figueroa no fue un accidente en el edificio donde yo vivía. Figueroa era un síntoma.