En mi ya larga experiencia en el manejo y la resolución de conflictos, he conocido a muchas personas que prefieren no buscar satisfacer sus propias necesidades y aspiraciones porque, dicen, no quieren ser “egoístas”. Me parece que esas personas caen en un error de concepto que es importante tratar de erradicar.
Egoísta es la persona que solo se preocupa de sí misma, para quien solo ella es importante y, en consecuencia, enfrenta sus relaciones y conflictos buscando satisfacerse solo a sí misma: “Yo gano aunque tú pierdas”.
Nuestras tradiciones ético-religiosas pueden ser entendidas como un incentivo al auto-sacrificio y, en consecuencia, como fuentes de esa resistencia a la auto-valoración y de la poca voluntad de honrar la propia dignidad, afirmando la legitimidad de las propias necesidades y los propios intereses. También contribuye a esa actitud de no valoración de uno mismo el desastroso modelo de crianza y educación, aún prevaleciente en nuestras sociedades, que prioriza la imposición de la autoridad y la consecuente sumisión y obediencia de parte de aquellos sobre quienes se ejerce. Pero no es a mi juicio egoísta la persona que busca desenlaces típicamente descritos como “Gana-Gana”, que implican satisfacción para uno mismo sin que el otro quede insatisfecho. Si aceptásemos que la intención “Gana-Gana” también es “egoísta”, estaríamos diciendo que el egoísmo consiste, por definición, en simplemente querer lograr satisfacciones propias, y que no hay diferencia entre querer “Gana-Pierde” y querer “Gana-Gana”. Aceptar que ambas son “egoístas” equivaldría a plantear el absurdo de que la sumisa aceptación de desenlaces “Pierde-Gana” (“yo pierdo para que tú ganes”), es la única postura moralmente defendible.
Estas reflexiones son relevantes en dos importantes contextos: primero, el de las relaciones de autoridad, y segundo en el de las diferencias de creencia y de criterio.
En el primero, si quien ejerce cualquier tipo de autoridad desea ejercerla de manera moralmente aceptable, debe cuidarse de no tildar de “egoísta”, y en consecuencia reprochar moralmente, a quien busca alguna satisfacción contraria a las creencias o preferencias de la autoridad. La autoridad no debe entenderse como sacrosanta por el solo hecho de ser autoridad. Quien cuestiona, sugiere que se revea o se re piense, pide que se negocien las diferencias de aspiraciones, no es, por definición, ni rebelde ni disociador. No es ilegítima su intención si quiere “ganar” sin causar “pérdida” al otro.
Y en el segundo contexto, quien piensa de manera distinta a la nuestra tampoco es moralmente despreciable mientras esté dispuesto a buscar conciliación entre sus ideas y las nuestras, poniendo de manifiesto lo que el gran sicólogo Jonathan Haidt describe como “humildad moral”.