Otra propuesta estridente hace Donald Trump, justamente cuando se juega la mayoría en las elecciones del Congreso de Estados Unidos.
La voz del Presidente ha despertado una nueva polémica. La nacionalidad en Estados Unidos, por mandato de la Constitución y por tradición, deviene de la fuente del derecho a la nacionalidad llamada ius solis ( del latín), es decir el derecho del suelo. Todas las personas nacidas en ese suelo, allá en los estados donde prima esta vertiente, son consideradas como nacionales.
Las vertientes del derecho son ius sánguinis y ius solis. Estados Unidos adoptó la segunda. Ecuador, por ejemplo, goza de ambas vertientes de acuerdo a la Constitución.
Ahora, el Presidente quiere, mediante decreto, reformar una tradición que fue aprobada en 1866 después de la Guerra Civil y que abolió una sentencia de una década antes, cuando la Corte Suprema impedía que los afrodescendientes fueran ciudadanos norteamericanos.
Estados Unidos es un país diverso, y en esa diversidad consiste su riqueza que ha sido ejemplo en el mundo.
A más de los pueblos originarios, colonos provenientes de Inglaterra, Francia, Italia, España y otras naciones poblaron sus inmensas extensiones territoriales e hicieron de esa tierra de promisión una nación grande.
Una ciudad como Nueva York ostenta el título de la ‘capital del mundo’ en atención a su diversidad cultural y al origen de su gente.
Descendientes de ingleses y franceses, de países americanos -entre ellos el Ecuador-, árabes y judíos, italianos y migrantes de Lejano Oriente, África, Oriente Próximo, las ex repúblicas soviéticas, entre otros, son parte de la expresión de esa realidad plasmada en el derecho.
Una propuesta tan audaz y tan controvertida que toca las fibras más sensibles del derecho ciudadano, en un país que se proclama de libertades, merece bastante más que un exabrupto presidencial previo a unas elecciones, por cruciales que sean, y debieran ser examinadas en un proceso de enmienda complejo y que merece un sesudo estudio.