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El descanso y la fiesta

jvaldano@elcomercio.org

Un día Dios estuvo cansado. Había trabajado seis días, jornadas plenas de actividad, así que decidió que el día séptimo no debía hacer otra cosa que descansar. Así ocurre desde entonces. Y mientras Dios duerme el cosmos retiene su aliento, el tiempo se comprime y el mundo espera. La Biblia dice que luego de aquella larga y deliciosa siesta, Dios celebró el día en que descansó y lo llamó el Sabbat.

El sábado en la tradición judía, el domingo en la cristiana son días en los que restauramos la fe debilitada, nos reencontramos con la familia, la comunidad y el mundo, volvemos a ser humanos. Gracias a ello estamos a salvo de la degradación que impone un esquilmador ritmo de trabajo, libres del embrutecimiento que conlleva el culto al rendimiento. El cotidiano desvelo por el cálculo y el rendimiento laboral quedan en suspenso por un día. Y es en ese día que participamos de la gratuidad de los dones de la vida.

El Sabbat bíblico es el precedente del descanso, el precepto del reposo, el emblema de toda fiesta. Todos buscamos aliviarnos de la fatiga acumulada y es en esto, en nuestros agobios y en la necesidad de sosiego que nos reconocemos como iguales, que somos parte de una humanidad desfallecida.

Y si bien el viejo y sabio poeta Hesíodo hablaba de los trabajos que cada día nos aguardan y recordaba que “los dioses y los hombres odian por igual al que vive sin hacer nada”, también es verdad que no solo para el trabajo vive el hombre, vive también para conocer y disfrutar del mundo que encontró. Hay un tiempo para trabajar y un tiempo para descansar, un tiempo para salvar el pasado y un tiempo para soñar el futuro, un tiempo para amar y un tiempo para morir. Y hay un tiempo para el ocio, aquel ocio fecundo del que habló Platón, el trabajo del pensador, del filósofo.

Descansar no es un no-hacer, es un quehacer en el sentido de disponer el ánimo para el sosiego en medio del trajín cotidiano. Es un deshacer por un momento el obsesivo círculo de la acción, la producción y la consumición en el que estamos atrapados. No es un venir, sino un dejarse ir sobre la superficie del tiempo, como una pluma al viento o una hoja que lleva el río.

La fiesta es una forma del descanso, una manifestación social y ostentosa de la voluntad de distraerse; una liberación eventual y necesaria que deja atrás el tejer y destejer de la rutina diaria; un apartar el tiempo del negocio para dar paso al tiempo del ocio. Toda fiesta abre una grieta en ese bloque de granito de nuestro diario cansancio, un espacio en el que por un instante nos sentimos liberados de la competencia y la ingrata rivalidad que día tras día marcan el ritmo de nuestras fatigadas vidas. En esta sociedad del rendimiento y el cansancio, cada quien anda ansioso por tener más. Quien tiene más no necesariamente llega a ser más.