Hace unas semanas estuve en Cuenca y visité el taller del arquitecto Guido Álvarez, renombrado acuarelista cuencano. Mi deseo era adquirir una obra suya, una de esas magníficas acuarelas que él pinta y en las que puede verse algún aspecto del paisaje urbano de la ciudad.
De un clóset repleto de cuadros Álvarez extrajo algunos de ellos. Todos representaban un detalle, un rincón, un momento pasajero de la vida de la ciudad, el volátil juego de luces y sombras resbalando por las fachadas de aquellos edificios que han pasado a ser parte de su historia y de su imagen: la vieja Catedral con sus modestas proporciones provincianas; la recoleta y apacible plazoleta de las flores, el monasterio del Carmen y sus altos muros coloniales; las airosas cúpulas de la Catedral Nueva.
¿Cuál de esas estupendas acuarelas escoger? Difícil decisión.
Y el derroche de buen gusto del artista que ufano exhibía su obra no paraba; más cuadros, más pinturas desplegaba ante mis ojos asombrados: Calles mojadas por la lluvia, parques que sugieren cierto clima y transparencia, puentes y escalinatas que acunan la sombra, algún rincón de Todos los Santos, la solitaria calle de las panaderías, los ríos y sus riberas arboladas llenas de luz, color y movimiento, el Puente Roto, la altiva espadaña de la Concepción, el barranco del Tomebamba de cuyos bordes se agarran tercamente esas añosas casitas que hacen gala de un equilibrio inverosímil. Apacibles rincones de la ciudad provinciana, de aquella ciudad letrada que antaño coronaba a sus poetas, hoy urbe pujante de medio millón de habitantes que no ha olvidado su identidad y su destino: el culto al arte y a las bellas letras y el deseo de reverdecer marchitos laureles.
Y así el artista va descubriendo lo singular y lo secreto de ciertos rincones de la ciudad histórica, detalles que, quizás, pasan desapercibidos para el apresurado viandante y que, sin embargo, Guido Álvarez, arquitecto de profesión mas artista de vocación, los pone en evidencia, los contempla y representa con amor y poesía. Pintar la transparencia del aire, capturar la liviandad de un clima será siempre el gran logro al que aspira todo acuarelista. Dominar la técnica de la pintura al agua es jugar con el azar, la acuarela surge desde el principio, no permite correcciones, no conoce una segunda oportunidad.
No hay duda, en sus acuarelas Guido Álvarez ha logrado captar la nostalgia del cuencano que no puede renunciar a su pasado, a lo que es y lo define; la nostalgia del hijo pródigo que por azares de la vida debió alejarse un tiempo de su tierra. Aquella visión enamorada de la patria chica, ilusión que nunca llegó a desvanecerse, bien puede recuperarla el cuencano ausente contemplando una representación poética de ella como la que nos ofrecen las bellas acuarelas de este artista.