¿A quién le pertenece mi vida, mi cuerpo, mi futuro, mi libertad personal? A César Rohon, al arzobispo de Quito y al Vaticano; a un niño bien que heredó su curul y quiso 15 minutos de fama; a seis asambleístas. Sí, éste es exactamente el debate central en el tema del aborto, como en el de la muerte asistida, o en el del uso medicinal de la marihuana: si puede o no el estado (capturado por unos pocos) castigar y penalizar las decisiones individuales, íntimas de las personas. El derecho a la vida es inalienable, indivisible, es sólo uno. Las mujeres no somos una subclase de seres humanos al que sólo debe adjudicarse la mitad de ese derecho o cancelárselo el momento que se queda embarazada. Quedamos reducidas a incubadoras andantes, según la legislación de este país pequeño y capturado por los dogmas repetidos hasta el cansancio cada domingo, la falta de lectura, la mínima reflexión.
Esta no era una lucha entre feministas vs. pro vida. Era un debate entre humanidad y apoyo social versus estigmatización y castigo para quienes deciden abortar, en el estado de mayor vulnerabilidad posible: tras una violación, generalmente por incesto. La decisión de la Asamblea es el epítome de una sociedad clasista y elitista que no reflexiona ni un minuto sobre su privilegio, donde los ricos y clase media-alta pueden acceder a abortos seguros en clínicas privadas y en el extranjero mientras las pobres van a la cárcel.
La lucha continúa. Las mujeres ecuatorianas le debemos mucho a pioneras incansables en este tema como Virginia Gómez de la Torre, pero ahora somos multitud. La nueva generación cuenta con decenas de colectivos y grupos organizados que no descansarán hasta que Ecuador se vuelva un país donde las políticas públicas sean razonables y humanas para las mujeres y podamos realmente decidir y ser libres: A despenalizar totalmente el aborto.
Si decidimos terminar ese embarazo -por los motivos que sean- no le debe interesar a nadie más que a nosotras, por más acusaciones de asesinato que usen para estigmatizar nuestra decisión. Pero recuerden que es cínico y paradójico que, quienes se dicen religiosos y creyentes, defiendan que una vida no autónoma tenga los mismos derechos que una vida con alma y con historia. San Agustín y Tomás de Aquino se revolverían en sus tumbas si los oyeran. Y no se confundan, quienes peleamos por esto no somos feministas anti-niños, somos madres que sabemos mejor que nadie la importancia de poder decidir cuándo y cuántos hijos tener. La ética superior es traer al mundo a un ser en las mejores condiciones existenciales posibles, no sólo económicas, sino sobre todo sicológicas y familiares para que esa nueva persona pueda crecer y ser feliz. Ya hay casos en el mundo donde hijos enjuician a sus padres por haberlos traído al mundo sin quererlos. Y no les culpo. Las secuelas se llevan toda la vida, aunque primitivos milenaristas sigan gritando que se puede salvar las dos vidas.