El 2001, en Buenos Aires, nos reunimos los académicos coordinadores del Diccionario panhispánico de dudas y estuve a su lado, en el almuerzo con el que Pedro Luis Barcia, entonces director de la Academia Argentina de Letras, nos homenajeó. Conversamos con esa mujer bella, de mirada alerta, que me invitó para el día siguiente, domingo, a tomar el té en su casa de la Avenida Santa Fe. El departamento en que me recibió había pertenecido a Silvina Ocampo y Bioy Casares, y pasó por otras manos antes de que Alicia lo comprara. Conversamos como si nos hubiésemos conocido de siempre: todo fluía desde su inteligentísima sencillez de escritora nutrida de la amistad de los mayores intelectuales argentinos del siglo XX, con recuerdos a flor de piel. La primera biógrafa de Borges me regaló su hermoso “Genio y figura de Jorge Luis Borges” (1964) que, subrayado por mí mil veces, conservo como un tesoro; en 1976, se editó el Ensayo sobre el budismo escrito entre ella y el gran poeta, aunque el recuerdo adorable de esa mujer merece transmitirse de otra forma, quizá solamente en sus propias palabras.
Entre los papeles y libros que me mostró, había un cuaderno: ‘Recuerdo sus cuadernos cuadriculados, sus negras tachaduras, sus peculiares símbolos tipográficos y su letra de insecto”, escribió Borges a pie de página en su “Pierre Menard, autor del Quijote”, hablando, por supuesto de Menard, y Alicia habría podido escribirlo sobre el mismo Borges, Borges sobre Menard, Menard sobre Alicia, existencias que, en su intensidad se multiplican y acrecientan el vigor de nuestras vidas, su incertidumbre y su esperanza. Hojeé con tanto respeto ese cuaderno de milagro que Alicia conservaba como otro tesoro, que apenas pude leer su borgiana letra de insecto: ¿qué guardaba en sus hojas?, ¿qué cuentos, qué poemas, qué palabras?… Y fue solo una tarde, pero tanto esa tarde como su recuerdo y su libro demandarían muchas páginas para reproducirse en su sentido y su esplendor.
Alicia analiza sobre Borges temas como el destino al que ‘le agradan las repeticiones, las variaciones, las simetrías”; el tiempo, al cual el autor dedica las páginas de Historia de la eternidad y Nueva refutación del tiempo; el laberinto, esa ‘metafísica de los juegos de espejos’ que definió Roger Caillois; las piezas del ajedrez, ‘dotadas de un número prefijado de posibilidades’; –como nosotros, pienso-, número prefijado, nunca infinito, ¡ah, nuestra ingenuidad!
El tiempo, me digo íntimamente, se me llevó para siempre tres Alicias; mi madre, independiente, cosmopolita, lúcida; mi hermana pianista, que terminó sus días el 2 de agosto último, en Munich, adonde se desterró voluntaria y voluntariosamente desde su juventud, y Alicia Jurado, que me dio en una tarde toda la vida, la hermosa y triste, dubitativa y permanente vida del gran Borges.
“No volverá tu voz a lo que el persa / Dijo en su lengua de aves y de rosas, / Cuando al ocaso, ante la luz dispersa, / Quieras decir inolvidables cosas.