Estoy en una sala del Museo de la Galería Uffizi, en Florencia. Ante mí, “La Primavera” de Botticelli. En este espléndido cuadro aparecen las Tres Gracias, mujeres cuyos cuerpos gráciles y armoniosos se traslucen bajo vaporosos vestidos; sus manos enlazadas en un ritmo ascendente y descendente sugieren la comunión entre el ser humano y la naturaleza. Triunfo simbólico de la vida y, a la vez, alegoría del tiempo. Pintura con resonancias platónicas, eróticas y míticas. Arte refinado que se ajusta a aquella célebre expresión de Leonardo: “la pintura es una poesía muda”. La equilibrada perfección de Simonetta Vespucci, su amada y su modelo, sirvió a Botticelli para plasmar un canon de belleza femenina que siguieron luego otros artistas del Renacimiento. Filippo Lippi, Ghiraldaio y Rafael no hicieron sino reafirmar esta figura idealizada de la mujer. Botticelli fue, en cierta forma, quien configuró visualmente el canon de la belleza femenina que, hasta hoy, ha imperado en Occidente.
Gracias a la magia del internet puedo acceder a un museo virtual, ese “museo imaginario”, que, en su día, soñara André Malraux. Y ahora estoy en el Museo del Prado, en Madrid, frente al gigantesco cuadro de “Las tres gracias” de Rubens. Aquí se repite el tema alegórico de Botticelli. Siglo y medio después del artista italiano, Rubens, desde la gris Amberes, vuelve a la clásica alegoría. El pintor barroco no sigue el canon de belleza femenina elaborado por los italianos; su prototipo es otro: cuerpos opulentos y robustos, mujeres de caderas pronunciadas, piel rosada, cabellos claros que muestran una gozosa desnudez. Al igual que en el lienzo de Botticelli, aquí es Helena Fourment, la joven esposa del pintor y su modelo, quien ha sido triplemente retratada para dar cuerpo a estas divinidades que representan la concordia, el amor y la armonía.
La pintura europea de los siglos siguientes, del Neoclasicismo al Simbolismo y del Romanticismo al Realismo no se alejó de estos cánones, fluctuó entre el modelo italiano y el flamenco. Ni las odaliscas de Ingres ni las beldades de Renoir desmintieron la norma.
Visitemos ahora el taller de Fernando Botero. Estamos en otro mundo. El universo evocado por el pintor colombiano es netamente latinoamericano: su mundo es nuestro mundo, ecuatorial y andino, lujurioso y opulento. Su tema: la provincia, el humilde anejo remontado entre la selva y el risco; sus personajes: el chacarero y el legista, el cura y el torero, la mesalina. Pequeño mundo poblado por seres de robustez bobina: hombres, mujeres y animales obesos y cuya adiposa carnalidad gravita de tal forma que prácticamente cubre la mayor parte de la superficie del cuadro. Para Botero, la gordura es sensualidad, materia viva en abundancia, triunfo del apetito, estética del instinto. La psicología está ausente de su pintura.