En vísperas de las elecciones presidenciales sentimos menos entusiasmo que cuando juega la selección de fútbol.
Los candidatos no logran despertar la emoción popular. Parecería que el populismo vigente no admite otro discurso que más populismo. Por eso, los candidatos ofrecen lo que saben que no podrán cumplir y dejan de proponer lo que saben que tendrán que hacer si llegan al poder.
Ninguno asume el riesgo de describir la realidad económica nacional y de anticipar que se viene una época de sacrificio debido al ajuste que triunfe quien triunfe se verá forzado a aplicar.
El silencio con el que se pretende esconder la realidad explotará en la cara del triunfador al poco tiempo de ejercer el poder. La culpa del desastre económico no la pagarán los verdaderos responsables -los que hoy tienen el poder-, sino el sucesor.
Los candidatos parecen no darse cuenta que reciben un país con una economía en rojo, con un índice de endeudamiento que ha tocado límite. Si no se recurre a los organismos multilaterales y se aceptan las condiciones que impongan no habrá nuevos créditos.
Los préstamos chinos han pasado a la historia: no hay más petróleo para comprometer en garantía bajo la simulación de venta anticipada. No hay más obras para dar llave en mano a las compañías chinas, ni éstas querrán venir en la situación actual.
Al Banco Central, que no es organismo de crédito, le han dejado seco y hasta el Seguro Social ha servido de banco para tapar los huecos presupuestarios.
Sorprende que los candidatos no hayan sido capaces de comprometerse a cumplir ciertos objetivos sea quien sea el que
llegue al poder, con o sin la aceptación del candidato oficial.
En la agenda debería estar, por ejemplo, el desmantelamiento del Estado obeso, con la consiguiente reducción de ministerios y funcionarios públicos. La convocatoria a una Constituyente para cambiar el marco institucional y restablecer un verdadero Estado de Derecho.
Y lo más importante esforzarse en restablecer una cultura democrática y republicana. Tarea esta muy complicada, porque el populismo se ha convertido en genético. Diez años de populismo autocrático ha destruido la democracia.
Y a ello se suma el estancamiento económico y el retroceso social. Factores que minan la democracia. La misión compartida debería ser la de desterrar el populismo – la herencia más nefasta que nos deja el correísmo – y que requerirá años de esfuerzo y de educación de las masas, que no conocen otra imagen que la de espectro populista. Podemos sintetizar en una frase lo que conviene construir: república contra populismo.