Todos los días salgo en busca del sol”, me dice, en su casa taller rodeada de árboles y plantas que el artista ama y cultiva. No puede trabajar sino bajo la luz y el calor del sol; cuando no está, lo llama con “silbidos”. Allí está Édgar Carrasco (Cuenca, 1946), inquieto y risueño, internalizado en su universo creador, persiguiendo la luz hasta atraparla y alojarla en el cobre, fundamento de su creación visual.
Autodidacta, antigregario, riguroso y sensitivo, irascible a veces, tierno otras; el instante menos pensado, emprende el viaje de nunca acabar. Ha expuesto su arte en casi todos los países del mundo. ¿Fugas sin destinos escogidos? Cortar las amarras lógicas, anhelar una experiencia suprema: una de las claves del arte de Carrasco.
Ráfagas de fuego y ácidos le sirven para otorgar otra vida al noble metal. Vivificación del cobre. Punciones en la envoltura del tiempo. Destellos de materia cósmica o de nuestra propia vida que se pliegan sin pausa. Reto osado e insólito de un artista indómito.
Siempre acechando la luz del cobre y, a lo mejor, del oro que alguna vez me dijo era capaz de hallar mediante el “mercurio filosofal”. Averiguación a fondo del cobre, incendio y sortilegio: su primer paso; pero Carrasco va siempre más allá, busca lo ignorado: ser y estar a plenitud en el espacio-tiempo y obsesivo fisgoneo de horizontes secretos.
La vivencia divina supone interactuar en un infinito: compás y armonía. Pero en nuestro ser se congregan las nociones de sol, viento, agua, barro, círculo amplio, resonante. Ninguna divinidad sino lo divino. Ninguna fe sino su magma anterior. Ningún rostro sino el ser sin identidad que es todos los rostros: armisticio del ser humano con su otredad, aproximación a la raíz más profunda, ámbito por el cual discurre el arte de Carrasco.
“Peregrino, ¿quién te llama?/ ¿Qué fuerza oculta te atrae?/ Ni el campo de las Estrellas ni las grandes catedrales, solo tu arte te lleva”. Estos versos se encarnan en vida y obra de este artista.