Aquí sigo a pesar de la borrasca. Me duele, como a todos, los despidos de los amigos y conocidos que han debido salir de El Comercio. Respeto, eso sí, a los que decidieron separarse de forma voluntaria (varios de ellos con la sabiduría y experiencia de los años que nos aventajan), por razones particulares. Es posible que llegue también mi tiempo si es que un malhadado día alguien pretendiera convertir a esta empresa centenaria en un reducto de ambiciones políticas o en un panfleto plagado de loas y adulos para el caudillo de turno, pero, por ahora, en lo que a mí respecta, eso no ha sucedido.
En estos diez años que he mantenido mi columna semanal de forma ininterrumpida, casi siempre en este espacio largo y delgado, quijotesco, de la página del domingo, nadie, nunca, ha cambiado una sola coma de mis artículos o ha sugerido o insinuado o, peor todavía, me ha impuesto o censurado una sola de las palabras que he escrito. Por tanto, si la línea editorial sigue siendo la misma, independiente y sin compromisos con distintos ángulos del poder, siento que debo y puedoseguir ocupando este rincón.
Además de lo dicho, debo confesar que mi decisión tiene un fuerte motivo sentimental. Como mucha gente en esta ciudad y en este país, como muchos de los colaboradores que han pasado por sus páginas, he sentido siempre que El Comercio también era mío. Ahora, cuando se dice que la nave está haciendo agua, me he detenido a pensar que aquel sentimiento de pertenencia viene de mucho tiempo atrás, viene en realidad de las columnas de mi abuelo, Rodrigo Vela Barona, Velabar, y también de los textos de mi padre, Hernán Vela Sevilla, periodista y escritor que ocupó en sus tiempos mozos un escritorio en esa sala de redacción, que era entonces una colmena como la de la famosa novela de Cela, un espacio en el que confluían todos, los jóvenes y los viejos, los jefes y los empleados, entre bromas, llamados de atención, chismes y apremios, para salir a tiempo con la siguiente edición.
Pero este sentimiento también viene de la añoranza de mi infancia y juventud en que era una necesidad vital, imperiosa (aún lo es hoy para algunas personas), recibir el diario en la puerta de casa y leerlo página a página, y encontrar allí, en la esperada sección de deportes las crónicas de los partidos de fútbol y las tablas de posiciones que, metódicamente, yo recortaba y llevaba en algún cuaderno o en mi billetera, o las hazañas de nuestros tenistas o las reseñas de las corridas de toros, o las páginas de caricaturas y horóscopos casi imposibles, y, cómo no, los textos inolvidables de Alejandro Carrión, Jorge Ribadeneira, Raúl Andrade, Jorge Salvador Lara, entre tantos otros…
No he dicho adiós. Y no lo he hecho no solo porque me resulta doloroso hacerlo o porque sentiría que he cometido una traición o que he tomado una decisión apresurada y sin justa causa, sino también porque creo sinceramente que aún estamos a tiempo de salvar entre todos nuestro diario.