Mi papá, desde que éramos pequeños, viajaba con cierta frecuencia fuera de la ciudad. Lo notábamos cuando ya no teníamos a quién esperar cada noche. No era un gran drama: mi mamá, ahora que lo pienso, se esforzaba por pensar planes para que no lo notáramos. Sin embargo, esa sensación que flota en el aire la primera noche que sientes la ausencia, cuando te das cuenta que está lejos y que no llegará, no la recordaba hasta que vi Belfast (2021). No cualquier escena consigue esto que consiguió Kenneth Branagh, director y guionista, en esta película autobiográfica. Necesitas, sobre todo, acompañar a la historia de un estilo que lo haga posible, compuesto de ritmos, colores, encuadres, etc. El protagonista principal es un niño de nueve años, que vive en una calle que funciona como reflejo de los conflictos sociales de Irlanda del norte durante los años sesenta. Branagh escoge contar todo desde ese tierno e inocente punto de vista. Este es un punto fuerte de la película, porque se beneficia de una excelente actuación del pequeño Jude Hill, a quien acompañamos en su incomprensión de la violencia, en su admiración ante algunos discursos adultos, en su amor por el cine. Pero es también su punto débil porque, quizás, el estilo escogido para verlo desde allí termina empapando toda la película de excesiva simplicidad. Aquella sensación de la partida paterna que conté al inicio, no fue la tónica general. Los intentos de Belfast por narrar la pertenencia a la familia o la estupidez del odio al otro no alcanzan un peso que la haga perdurable, aunque quizás sí el suficiente para un Oscar. Belfast no logra lo que, en otros temas, sí logró Roma (2018).