Aunque el Presidente de la República lo niegue, sus reiterativos llamados a que los ciudadanos “pongan mucha atención en la decisión que tomarán los jueces” implican que, de una u otra manera, los integrantes del Poder Judicial se sientan presionados a tomar decisiones que sean del agrado del Primer Mandatario, lo cual, obviamente, no es propio de un sistema verdaderamente democrático.
Más complejo es el pedido directo que el sábado pasado hizo el Jefe de Estado a la Corte Nacional de Justicia para que investigara la conducta de los jueces que emitieron un fallo mediante el cual quedó libre un ciudadano acusado de narcotráfico. En este caso, el Presidente ni siquiera ha disimulado su afán de incidir en las decisiones judiciales, al igual que cuando se ha referido a la presunta inocencia de dos ex importantes funcionarios gubernamentales que ahora están detenidos.
La Fiscalía, por su lado, se siente impelida a cuestionar los fallos judiciales, con lo cual pone en tela de duda no solo las actuaciones de la Corte sino la independencia de las funciones.
El actual sistema, anunciado como un “cambio profundo en la administración de justicia”, se basó en el trabajo de los asambleístas del oficialismo, quienes cayeron en las mismas prácticas del pasado -tan criticadas por ellos- para aprovechar una mayoría que abriera el camino a una reestructuración de las cortes que pusiera fin a la corrupción, la negligencia y los peores vicios burocráticos en esa función.
Pero los ecuatorianos no sienten ningún cambio positivo en el manejo de la justicia y, más bien, la percepción general es que las actitudes de los actuales jueces, y las de los miembros de otras funciones, no son muy distintas a las que en el pasado el país repudiaba.