Alguien dijo que “el poder es la posibilidad de hacer daño”. Esa posibilidad condiciona la vida, invade su intimidad, transforma a los derechos en literatura política.
Pero es más inminente el peligro cuando el poder cree que puede establecer qué es la felicidad, la libertad y la justicia, incluso qué es la verdad. Un aspecto del problema está en creer que una asamblea, por mayoría de votos, o que un líder por inspiración carismática, tengan el derecho a decidir lo que la gente debe creer, pensar y elegir.
El problema está en “dar decidiendo” cómo educar a sus hijos, qué mirar en la TV y qué no. Por mayoría de votos desinformados se resolvió, a título de filosofía inspirada en el “buen vivir”, que la gente deba vivir igual, es decir, en la crónica mediocridad que nos abruma y que está prohibido vivir mejor; que hacerse rico es malo, que preferir los “infiernos capitalistas” es tenebroso, que se debe optar por el “paraíso socialista”.
Lo del “buen vivir” no es solo teoría política imaginada en los apuros de la ventolera de los novísimos socialismos. Logró convertirse en la sustancia de una constitución que se votó sin entender, y sin leer, en un acto de suprema ignorancia política.
Es construcción consciente para obligar a que todos amoldemos las aspiraciones y los proyectos a lo que el poder y la planificación definan como bueno y a lo que condenen como malo. Esa construcción, inspirada en un confuso arcaísmo andino por el que nadie votó, elimina lo que define a la condición humana: la capacidad de cada uno de elegir su destino, e incluso de equivocarse.
Esa tesis choca, por ejemplo, con la legítima aspiración de los emigrantes de irse a los Estados Unidos o a Alemania, tierras del mal vivir, y de no ir a Corea o a Cuba, emporios del buen vivir.
El bucólico “buen vivir” descalifica la idea de superar al vecino, de ganarle la partida al mediocre, de ser mejor, porque tales aspiraciones, a las que la sociedad estuvo habituada -seguramente por malévola gestión de la burguesía-, resulta que han sido malas, lesivas al interés nacional, conspirativas contra la nación. Resulta ahora que nos darán decidiendo lo bueno y lo malo, lo legible y lo desechable, todo en nombre de la ética pública, en nombre de la verdad revelada.
El tema no es juego de palabras, porque las libertades y derechos se interpretarán en función del “buen vivir”, según lo entienda el legislador, el juez o el burócrata que levante el expediente.
Por ejemplo, mirar los Simpson o preferir un libro que cuente las tragedias promovidas por el socialismo, o que narre la vida en las prisiones cubanas, podría resultar conspirativo contra el buen vivir, porque estamos hablando de dogmas escritos en una biblia política, y en las biblias, en nombre de la idea, hasta se puede detener la marcha del sol.