Nadie sabe su edad exacta, pero calculan que tiene unos 85 años. Tampoco se conoce si tuvo hijos, pero suele llevar con ella una muñeca a quien carga y simula amamantar como si fuese una bebita real. No hay certezas del pasado de la vida de Margarita Acuña. Sus vivencias están en su mente y no las ha contado a nadie porque nació con una discapacidad intelectual que le impide escuchar y hablar. Tampoco sabe escribir.
Por eso, no se conoce nada de ella antes de que hiciera del albergue San Juan de Dios su casa. Cuando las monjitas de Calcuta la encontraron por las calles de Tumbaco, hace más de 35 años, no pudo identificarse. Siguieron el protocolo y se contactaron con la Policía para buscar a familiares y tratar de saber su identidad, pero no estaba registrada en ningún lado. Margarita -con su metro y medio, sus trenzas y esa sonrisa de niña– no existía.
La bautizaron con ese nombre porque su rostro redondo es tierno como esa flor. Y el apellido se lo dio, en el 2006, Félix Acuña Zamora, de la Comunidad de Hermanos Hospitalarios, quien desde entonces se volvió su padrino.
Ya con una identidad, Margarita tuvo derechos y pudo, por ejemplo, acceder al sistema de salud pública.
Se dignificó, como dice Irma Torres, responsable del equipo de auxiliares de cuidado del albergue. Margarita comparte este lugar con 32 personas más quienes, como ella, son vulnerables y han sido abandonados. Allí duermen, reciben terapias físicas, ocupacionales y psicopedagógicas. Pasaron de no tener nada a tener un hogar y a tenerse el uno al otro.
Las enfermeras y los voluntarios que la cuidan son su única familia. Y ella lo sabe. Por eso, cuando alguien se le acerca, lo primero que hace es abrazarlo. Incluso es cariñosa con los extraños. Si alguien la saluda, ella deja ver a toda plenitud sus encías desnudas de dientes, y manda besos volados por montones. Tiene la ternura de una abuela.
Su espacio
Sobre la cama donde ella duerme está pegada una foto suya; y un poco más arriba, una de San Juan de Dios. Apenas entra a su cuarto, lo primero que hace es tomar un oso afelpado y abrazarlo. Sabe que le van a tomar fotos y posa, nuevamente, sonriendo. La habitación la comparte con una compañera porque en el albergue es importante la convivencia.
En 1987, Margarita dejó de despertarse en las calles o en un parque. Desde entonces, duerme caliente, bajo techo, y su día empieza a las 05:00, cuando recibe su baño diario. A las 07:30 sale a desayunar junto a sus compañeros y luego se dirige a las terapias.
Hay talleres como parte de la línea Productos con causa, donde hacen llaveros, bufandas, tarjetas, y luego se los vende para recaudar fondos y cubrir sus necesidades. Hay cosas que a Margarita la molestan. Una de ellas es que no la saquen a pasear.
Como parte de las terapias, el albergue los lleva a caminar al parque o al cine. Por eso, cuando por algún motivo no salen, ella se enoja y golpea la mesa con su pequeño puño. Pero el personal ya sabe cómo calmarla y enseguida su dulzura regresa.
Margarita no pasa hambre. Allí recibe cinco comidas al día. Su favorita es el pollo frito. Le gusta tomar la presa con sus manos y saborear hasta el último hueso. Tiene encías fuertes que le permiten ablandar los alimentos. Fue una de las primeras beneficiarias del albergue, desde que funcionaba en El Tejar. Luego se mudó a San Diego, hace ya 25 años.
Margarita es, además, las más adulta de todos. La llaman ‘cucarachita’ por su tamaño y porque nunca está quieta. Es común verla caminar por los corredores (que tienen protecciones metálicas para evitar accidentes), mientras saluda a todos sus compañeros. Aunque su condición física se lo dificulta, aunque no logra escuchar la música, le encanta bailar. Baila y sonríe demostrándole al mundo que, pese a todo, se puede ser feliz.
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