Las casas de El Inga Bajo se ubican a 50 metros del último cubeto del relleno sanitario. Las molestias de olores y roedores son frecuentes. Foto: Vicente Costales/ EL COMERCIO.
Se cansaron. El olor penetrante que hace arder las fosas nasales y se pega en el cabello, las moscas que se posan en los alimentos y pican a los niños, los perros callejeros que llegan en busca de comida y las ratas hicieron que los habitantes de las cuatro comunidades que viven cerca al relleno sanitario de El Inga no deseen que este centro prolongue su estancia en la zona. Ya lleva allí más de 16 años y la gente no lo tolera más.
A 45 minutos del suroriente de Quito, entre llanos, lomas y un silencio campestre se asientan Santa Ana, Itulcachi, El Belén y El Inga Bajo, donde habitan unas 3 000 personas.
Sergio Peña, líder de El Belén, cuenta que el convenio firmado entre las comunidades señala que el relleno podrá funcionar allí hasta mayo del 2020. Pero las autoridades anunciaron que se extenderá cuatro años más, aprovechando todos los espacios libres.
Las pequeñas casas se levantan sobre grandes terrenos y rodean a la planta donde se da tratamiento a las 2 200 toneladas de basura que se producen en Quito al día. Los desperdicios que salen de las viviendas de toda la ciudad van a los centros de transferencia y luego son llevados en grandes camiones llamados bañeras hasta El Inga, donde la basura es dispuesta de manera técnica y es enterrada. A pesar de eso, el proceso genera molestias.
Cuando en casa se acumula la basura un par de días, la descomposición genera un líquido pestilente llamado lixiviado. En El Inga hay 11 piscinas que acumulan 93 365 m3 de esa sustancia, por lo que cuando hace sol y viento (como en este verano) el olor se expande, se impregna en la ropa recién lavada que cuelga en los patios, entra por las ventanas, puertas y rendijas, se pega en las cortinas y en las sábanas, y hace que comer resulte un desafío.
La casa de Gabriela Rodríguez está separada del cubeto 9B por una calle. Hay días que su familia debe servirse el almuerzo encerrada en un cuarto porque no soportan el olor.
En esta zona aún se vive de la agricultura y de la venta de animales, pero las ratas destruyen los sembríos, hacen nido en las hierbas y zanjas, y los perros se comen a las gallinas. Es común que los niños se enfermen de hongos y que tengan afectaciones a las vías respiratorias.
La presencia del relleno trajo también ventajas. Fabian Alquinga, presidente de El Inga Bajo recuerda que antes, el poblado estaba abandonado y sin obras. Los habitantes heredaron los terrenos de sus padres, quienes recibieron los lotes en la reforma agraria. Hasta antes del 2002, la zona no tenía caminos de acceso ni luz ni agua para todas las casas. Por eso, cuando el Municipio de ese entonces negoció la apertura del relleno, les ofreció obras con el dinero que entregarían a las comunidades cercanas a manera de compensación por las molestias que genere.
La gente temía que la zona se volviera un basurero, pero una comisión de moradores viajó a Cuenca, donde ya operaba un relleno similar, y constató que el trabajo era técnico, por lo que decidieron aceptar.
Año a año, las mejoras gracias a las compensaciones cambiaron la calidad de vida de la gente. Llegó la luz, luego el agua, las calles…
Por cada tonelada de basura que ingresa al relleno, los poblados reciben USD 1,20. Así, las cuatro comunidades obtienen anualmente cerca de USD 1 millón, con lo que han logrado levantar, entre otras cosas, canchas, coliseos y bordillos.
Gracias a las compensaciones, el Inga Bajo desarrolla dos proyectos sustentables: una escuela de música donde reciben clases 35 niños que conforman una banda orquesta, y el dispensario de salud. Además, compraron equipamiento y brindan atención en odontología y medicina general.
Los comuneros saben que con la salida del relleno ya no recibirán compensación, pero prefieren -dicen-poder tener una vida sana y en paz. Se sacrificaron para que sus hijos puedan vivir mejor.
Hernán Alvarado, gerente de La Emgirs, empresa que maneja el relleno, dice conocer las necesidades de las comunidades y asegura que se trabajará en ellas, para disminuir la afectación.
En junio se retomaron las campañas de desratización. Además, dice, se realizan programas de esterilización y fumigaciones para evitar moscas. Cada mes, la Emgirs invierte USD 22 000 en esos programas. Respecto a los olores, Alvarado indica que hay épocas en las que se intensifican debido a la falta de químicos al interior del cubeto, pero se está buscando una solución con tratamientos químicos biológicos. Se están haciendo pruebas para elegir la mejor opción.
Asegura que se crearán cercas vivas al borde del relleno, es decir se sembrarán arboles olorosos. Con esto, esperan que la comunidad empiece a sentir un alivio a finales de año.
Según Alvarado, las administraciones pasadas no fueron francas al explicar en qué consiste el método técnico de ejecución del cierre del relleno. La utilización de espacios disponibles entre cubetos y la evacuación de lixiviados para hacer uso de los espacios donde funcionan las piscinas son parte del cierre, asegura.
Además, una vez que el lugar deje de recibir basura, continuará produciendo gas y lixiviados por un lapso que puede durar entre 10 y 14 años. Admite que no hubo un proceso de socialización con la comunidad. Asegura que la Emgirs está buscando soluciones, y una alianza estratégica para dar el mejor tratamiento a la basura y empezar a aprovecharla. Así, se necesitarán rellenos más pequeños que afecten menos.