Ese afán de todos los sectores políticos por asegurar que el discurso del papa Francisco ha refrendado sus posiciones en esta lucha por el poder solo demuestra una cosa: el Ecuador no va a salir de su turbia polarización.
El mensaje central de la misa de ayer en Guayaquil estuvo dedicado a la familia como el núcleo esencial de la Iglesia, la cual “debe ser ayudada, no como una forma de limosna, sino una verdadera deuda social (…)”.
Seguramente, el Gobierno entenderá que el pago de esa deuda social reafirma el compromiso de todo Estado por redistribuir la riqueza. Así se pueden justificar los proyectos de ley a la herencia y plusvalía que desataron el descontento ciudadano, hace un mes.
Quienes están en la oposición quizá alegarán que el Papa dedicó a la familia su primer sermón oficial en América Latina, para protegerla de quienes buscan afectar, con esas leyes, su patrimonio y el derecho a prosperar.
Lo mismo se puede decir de esa discusión bizantina que motivó la frase del Pontífice, en la ceremonia tras su arribo a Quito, referente a que el pueblo ecuatoriano se ha puesto de pie con dignidad… ¿Se refería a las últimas protestas o a los ocho años de construcción de una ‘patria altiva i soberana’?
Las autoridades eclesiásticas mostraron su inquietud por el uso político que se dio al viaje de Francisco, cuando lo importante era el sentido pastoral de su mensaje.
El Gobierno no será el único que cargue el pecado de haber politizado la visita. Pero sí será el penitente más visible, por la parafernalia mediática que montó en torno al Papa y su supuesta empatía con el líder de la revolución ciudadana. Fue tan evidente ese afán de notoriedad, que el propio Pontífice dijo al Presidente que lo había citado demasiado.
Lo curioso, en esta suerte de disputa, es que los quiteños han sido muy hábiles al dejar al Papa por fuera de tanto lío interno y esperar a que él pase por la calle, para luego gritar frases contra el Régimen. Un sutil mensaje de que cuando Francisco se vaya, la polarización se acentuará. No habrá milagro.