‘Nos impregnaron de inmigrantes. Haitianos enfermos, ignorantes y hablando otro idioma”, disparó con rabia y bandera chilena en mano una de las 5 000 personas que el fin de semana pasado se manifestaron e incendiaron un campamento de migrantes en Iquique, en el norte del país.
“¡No más migrantes! ¡No más migrantes!”, gritaba enfurecida la multitud al lanzar carpas, colchones, bicicletas, coches de bebé y pañales a la hoguera. Las imágenes de la barbarie contra el asentamiento venezolano dieron la vuelta al mundo y pusieron de relieve una de las zonas más oscuras del alma chilena, donde habitan la xenofobia, la aporofobia, el clasismo y el racismo.
En la última década, Chile se convirtió en un destino para migrantes haitianos, venezolanos y colombianos, que se sumaron a la nutrida colonia peruana que llegó en los 90. Así, los extranjeros pasaron de un 0,8% a un 3% de la población.
No es la primera vez que el país recibe una oleada migratoria. A fines del siglo XIX, el Estado promovió una inmigración selectiva para atraer a colonos alemanes, suizos, italianos y españoles, a quienes se les ofrecieron pasajes y grandes extensiones de terreno en el sur del país, en buena parte del territorio mapuche, una vez consumada la llamada ‘Pacificación de la Araucanía’, que no fue otra cosa que una campaña militar para someter a ese pueblo originario.
La académica de la Universidad de Chile, María Emilia Tijoux, plantea que esa política inmigratoria del Estado buscó el desarrollo económico del territorio, pero también, y entre comillas y sin ambages, dice ella, “para ‘mejorar la raza’”.
“Los ingleses de Sudamérica”, reza un dicho que los chilenos repetimos con alguna frecuencia para jactarnos de nuestra cultura ordenada y flemática, al contrario de nuestros vecinos del subcontinente. Chile es uno de los pocos países que no tiene carnavales.
Los políticos hablan despectivamente de “países bananeros” y cuando el éxito económico o futbolístico llegó a estas tierras, lo hicimos notar. En el Mundial de Brasil 2014, parte de la hinchada chilena, la Marea Roja, colmó las calles de Río, Belo Horizonte y Cuiabá armando barullo tal –con tarjetas de crédito a mano para vociferar el éxito de nuestra economía-, que una columnista de un periódico local hizo notar, para su sorpresa, que los “verdaderos argentinos”, es decir, los engreídos, los alborotadores, los vociferantes y nacionalistas en realidad eran otros: eran los chilenos.
Parece un hecho que la sociedad chilena se siente muy diferente a la mayoría del vecindario. Se siente lejana al mestizaje, aunque eso ha ido cambiando en los últimos años, con un reconocimiento cada vez mayor a los pueblos originarios.
En el libro ‘Siútico. Arribismo, abajismo y vida social en Chile’, el periodista Óscar Contardo escribe que en el discurso cotidiano “pareciera existir la idea de que el país se ubica en el centro de la civilización occidental (…) en la misma localización simbólica que un ciudadano estadounidense o un campesino bávaro, y muy lejano de un ciudadano mapuche o un cantinero mexicano. El chileno se siente tan mentalmente blanco como para designar el ser moreno como algo exótico, misterioso y salvaje”.
La idea es refrendada por la académica María Emilia Tijoux: “El cuerpo blanco, los ojos claros y el pelo rubio son el ideal. Lo comprueba un estudio de la U. de Talca, en el que el 57,9% de la muestra de población chilena declara, entre muchas otras cosas terribles, que el pelo rubio es más distinguido que el pelo negro. Lo mismo se advierte en afirmaciones cotidianas naturalizadas: como cuando un niño nace y se dice, ‘¡Qué lindo, por suerte nació blanquito!’. Y en el trato cotidiano lo indígena brota negativamente cuando se realza un defecto: ‘Se le salió el indio’, ‘Se le paró la pluma’, ‘Le dio la indiada’”, explicó ante un auditorio de la UNAM de México.
La misma investigadora da otra pista sobre los demonios que albergamos al hacer notar la diferencia que hacemos al decirle ‘migrante’ pobre y moreno, y en cambio llamar ‘extranjero’ al europeo o al norteamericano en el país.
La criminalización echa más leña al fuego. La idea de que la inmigración aumentó la delincuencia y el nivel de violencia de los crímenes no es refrendada por números. Esta misma semana, un informe de la Fiscalía Nacional da cuenta de un fuerte aumento de homicidios en los últimos cinco años, pero del total de homicidas un 3,8% resultó ser extranjero.
El gobierno de Sebastián Piñera -si bien invitó a los venezolanos a refugiarse en Chile-, ha liderado una política de deportación de migrantes irregulares, con una puesta en escena brutal: los migrantes suben al avión uniformados con overoles blancos como si fueran presidiarios.
Esta semana, Karen Farías, de la unidad de Migración del Servicio de Salud de Santiago, participó de un foro organizado por la Universidad del Alba, donde un asistente le preguntó: ¿Es Chile un país xenófobo y racista? Luego de pensarlo unos segundos, contestó: “Asumiendo que dentro de la población chilena habemos (sic) diferentes personas, con diferentes criterios y vivencias. Por los hechos que hemos visto en el norte, yo creo que sí”.
Farías pulsó otra tecla: en su opinión, los chilenos no estamos acogiendo como se debe al extranjero porque hay un miedo al otro, al diferente, y esa barrera no asumida, quizás negada, deviene en racismo y xenofobia.
En la misma Alba, el director del Servicio Jesuita Migrante de Antofagasta, Fernando Guzmán, advirtió que no sería extraño ver replicadas las expresiones de xenofobia en otras ciudades del país.
Guzmán, psicólogo nicaragüense, piensa que ha fallado el enfoque de Estado: “El venezolano es el mayor éxodo de ese país en un siglo y está presente en toda Latinoamérica. Entonces, el fenómeno se debe reconocer no solo como una crisis migratoria, sino como una crisis humanitaria, por lo que la respuesta del Estado no puede ser únicamente la militarización de la frontera”.
El Liceo Paul Harris es una escuela pública emplazada a 30 kilómetros de Santiago, en la pequeña localidad de Padre Hurtado. En sus aulas se mezclan estudiantes haitianos, venezolanos, colombianos, peruanos, ecuatorianos y chilenos.
El viernes, los profesores de Historia se pararon ante el alumnado para pedirles perdón por los sucesos de Iquique: “Nos sentimos profundamente avergonzados por esos hechos de violencia y discriminación, pero también por diversas situaciones invisibilizadas en nuestra sociedad. Pedimos disculpas en nombre de muchos chilenos y chilenas que están en desacuerdo con este tipo de acciones”.
Fue un gesto de esperanza en medio de las miserias y complejos de una sociedad que a veces pareciera vivir ensimismada tras los muros de la Cordillera de los Andes.
*Periodista chileno