Cientos de expedientes atados con piola invaden el despacho, forman montones polvorientos, ocupan estanterías, escritorios, pisos. Los amanuenses, sumergidos en carpetas, luchan con los usuarios, atienden el celular, escriben velozmente las providencias, archivan papeles, reciben los escritos en que fluye la angustia de los clientes y el razonamiento de los abogados. Sobre el murmullo del público que se agolpa, domina al tecleo de las máquinas y el rumor de las impresoras. Este es el juzgado. Es donde se decide la fortuna, la libertad y los derechos de las personas. Es el espacio concreto donde anida la justicia y se expresa el poder.
Los funcionarios, animados por la proximidad del mediodía, operan en sus escritorios. Abrumados, han automatizado el comportamiento: solo hay tiempo para despachar y evitar la inundación papeles. En ellos, en sus experiencias, viven a su modo la Ley. Los empleados hacen lo que pueden: han aprendido a bregar con procedimientos medievales, con tácticas abogadiles y enredos de alegatos que no se leen.
Los abogados navegan en ese mundo incierto, sortean dificultades, ponen zancadillas, incidentan, presionan, se indignan unos, otros se acomodan y algunos trampean. En el mundo de los curiales, el hábito sí hace al monje: los litigantes son personajes inconfundibles, marcados por la práctica de una profesión que, de ministerio de la justicia que fue, es ahora una forma burocrática de sobrevivencia. Los usuarios soportan la angustia del juicio entrampado, de dilatorias y sorpresas. Se les van los días entre la esperanza de ganar el juicio, reivindicar la propiedad, cobrar la deuda o liberar al hijo de la cárcel. Se les va la vida, la paciencia y el dinero en la tarea de enfrentar a un sistema en que el absurdo vence a la desesperación.
El proceso no es el trámite limpio que dibujan los códigos, ni es la doctrina que los profesores enseñan. Todos saben que la ley y la doctrina son ficciones admitidas, que en las puertas del juzgado y de la oficina pública concluye el mundo de alegatos fundamentados y presentaciones académicas. En la oficina pública el discurso es de otro modo: es el del sometimiento, el del ruego, el favorcito y la angustia. Allí comienza el calvario de las dilatorias y la transformación de la racionalidad en la prosaica realidad que es lo que pomposamente se llama “administración de justicia”. En eso consiste la arrogante “acción del Estado”.
Un viaje al mundo de juzgados y abogados litigantes, es una aproximación concreta a lo que hace años Franz Kafka relató, con estremecedora verdad, en “El Proceso”, que es ese artificio burocrático donde la justicia se disuelve, donde la humanidad se encuentra cara a cara con la verdad de sus propias construcciones. Esta es la auténtica dimensión del Estado. La otra es la del ensueño.