La repavimentación podría retrasarse en Quito por la…
El pico de casos de influenza en Quito coincide con …
'Black Alien' llegó a Ecuador como invitado del Fest…
Guayaquil continúa con lluvias y aguajes
¿Qué es la cleptocracia? Analizan vínculo de corrupc…
¿Quién era Yessenia Álava? Investigan muerte violent…
Una jueza declara prófugo de la justicia a Junior R.
Guillermo Lasso participará en la XXVIII Cumbre Iber…

42 voluntarios refuerzan el aprendizaje de niños de Colta, en Chimborazo

120 niños de 18 comunidades del cantón Colta llegan al centro comunitario Ñukata, ubicado en Cajabamba. Foto: Glenda Giacometti / EL COMERCIO

Las risas de los 120 niños que asisten al Centro Comunitario Ñukata, situado cerca del centro de la parroquia Cajabamba (Colta), empiezan a escucharse todos los días, desde las 11:00.

Los infantes llegan de 18 comunidades aledañas del cantón, en Chimborazo, para recibir cursos de matemáticas, lenguaje, lectura, artes, robótica y otras asignaturas.

Los profesores son los ejecutivos y trabajadores de la empresa Moderna Alimentos, que opera en esa parroquia de Colta. Trabajan como voluntarios, para ayudar a los niños a nivelar sus conocimientos.

El centro comunitario empezó a funcionar en el 2018 y es regentado por esa organización. Ahí trabajan 42 personas que, a más de impartir las clases, ayudan en la administración, la limpieza y la preparación de refrigerios saludables.

Un estudio realizado en el 2018 por los voluntarios (especializados en talento humano) reveló que muchos de los niños de esa zona tienen una descompensación en sus asignaturas, pese a que están cerca de concluir su educación básica. Los problemas académicos se agravaron durante la pandemia por el covid-19 y el cierre temporal de las escuelas.

La mayoría de los estudiantes con problemas de aprendizaje viene de familias que viven en condiciones de pobreza y extrema pobreza. En más del 60% de los hogares no hay conexión a Internet y los niños no cuentan con dispositivos como celulares o computadoras para seguir las clases virtuales del sistema educativo.

En ese caso, el Ministerio de Educación distribuye las guías de aprendizaje a los estudiantes que no tienen conexión digital. Pero según los voluntarios, esa herramienta no es efectiva, debido al retraso académico que tienen los niños.

En las comunidades de Colta, la economía depende de la agricultura y en menor medida de la ganadería. Todos los integrantes de las familias ayudan en el cuidado de los cultivos y los niños están acostumbrados a trabajar desde pequeños junto a sus padres.

Los voluntarios creen que eso se relaciona con los vacíos académicos y que los niños crecen sin un proyecto de vida.

“Nos sorprendimos al ver que llegaban al centro sin un proyecto. No soñaban con qué querían ser cuando fueran grandes, no tenían aspiraciones para su futuro, como usualmente tienen los pequeños en las ciudades”, cuenta Mariela Gómez, una de las voluntarias.

El estudio además identificó una falta de razonamiento numérico y lógico. Los técnicos afirman que eso puede deberse a que los niños no juegan ni exploran su entorno y no desarrollan su motricidad.

Eso motivó a los voluntarios a trabajar con una nueva metodología. Los niños aprenden con actividades entretenidas, talleres lúdicos y concursos.

La jornada se inicia en los patios; los asistentes acuden en dos grupos de 60 estudiantes para no saturar el aforo del centro. Cuando llegan reciben mascarillas, alcohol en gel y empiezan a jugar con pelotas tejidas, rellenas de arroz.

“Esto estimula sus sentidos, los divierte y los dispone para disfrutar de las clases que empiezan después”, dice Gómez.

En el aula de matemáticas las operaciones básicas se aprenden jugando bingo o a ‘la tiendita’. Los niños tienen máquinas registradoras y dinero de juguete para simular compras y ventas en sus emprendimientos.

Cuando empiezan las clases, ellos se emocionan, aplauden y durante 45 minutos son pequeños empresarios.

Los voluntarios que dictan esas clases trabajan en áreas vinculadas con la comercialización. Ellos comparten sus experiencias con los niños.

Alejandro Jaramillo trabaja como jefe de planta. Cuando deja su jornada se convierte en maestro de robótica. Con sus pequeños estudiantes arma juguetes que suenan, se mueven y siguen las órdenes de sus programadores.

Sus clases son las más esperadas. Los niños aspiran a construir sus propias máquinas.

David, de 8 años, por ejemplo, escribió una carta a su maestro en la que cuenta su deseo de construir su propio robot para ayudar a su mamá en las tareas del campo.

“Es increíble el cambio de mentalidad en ellos después de que se dan cuenta que pueden lograr todo lo que se propongan. Disfruto mucho el tiempo que comparto con ellos”, cuenta Jaramillo.