No hay disensos. La inseguridad del país asusta y ha hecho que los ciudadanos vivamos con el alma del lado de afuera o, como dicen los antiguos, en un hilo.
Esta indefensión se agudiza cuando las instituciones encargadas de protegernos y frenar la delincuencia son insuficientes e ineficaces, por varios motivos.
Aunque los criminalistas aseveran que el delito no es aleatorio y no ocurre en todas partes, la convivencia nos muestra que, actualmente, ninguna zona de las ciudades es totalmente segura y la vulnerabilidad alcanza a personas, casas, oficinas, centros comerciales, avenidas, barrios ricos, barriadas pobres… No hay sistema de protección que valga en viviendas, vehículos, cajeros… Una casa no está segura por más que se haya convertido en un verdadero búnker, con rejas, alarmas, cercas eléctricas o circuitos cerrados de televisión.
Esta realidad nos convence de que, si bien esas protecciones ayudan, las soluciones totales no van por esa vía.
Los psicólogos ambientales han constatado que los delitos contra las personas son más frecuentes en las áreas más deprimidas; mientras los delitos contra la propiedad son propios de las zonas comerciales y de nivel residencial más elevado.
El crimen también se concentra en determinados segmentos de calle o en microáreas dentro de los vecindarios. Según un estudio del BID, el 50% de los crímenes ocurre en el 3,5% al 7% de esos segmentos de vías o de parques.
¿Entonces? Prácticas tan sencillas como una mejor iluminación de las áreas más conflictivas y en las propias casas del vecindario ayudan mucho. La mejora del desorden físico (basura, estructuras abandonadas, tugurios…) disminuye la acción delictiva de forma ostensible.
Sin embargo, la mejor arma que tienen barrios y comunas para luchar contra la inseguridad es la cohesión social y la unión y confianza entre vecinos. Algunos ya tienen hasta alarmas comunitarias. La Tola, La Vicentina, La Colmena son botones. Esa unión es, tal vez, la última esperanza.