Los “estereotipos” son concepciones que se elaboran en relación con un grupo humano o personas, con el propósito de encasillarlos en parámetros conductuales. Son generalizaciones odiosas. Su designio primario es justificar la (a) actitud asumida ante el grupo o individuos (“sujeto o sujetos”); o, (b) cualidad auto-adjudicada a título propio.
Tienden a ser ligados a prejuicios y discriminación. Nos enfrentamos a una problemática seria. Como decía A. Einstein: “¡Triste época la nuestra! Es más fácil desintegrar un átomo que un prejuicio”. Los estereotipos, prejuicios y discriminación son un móvil de violencia y agresión.
Pueden ser asignados o autoimpuestos. Los asignados corresponden a requerimientos socioculturales de taxonomía social, es decir de clasificación en función de papeles comunitarios atribuidos a los sujetos. Los autoimpuestos responden a necesidades defensivas, a desplazamientos y a satisfacciones del inconsciente.
El estereotipo retribuye al instinto de los sujetos. Están encaminados a conservar “status” social. Refuerzan la posición de estamentos sociales al apelar a identidades comunes. Se tornan negativos cuando se convierten en “bandera de lucha” con vicios de intransigencia.
El principal cometido de los estereotipos es su valor funcional y adaptativo, que permite comprender el mundo en forma coherente y predecir acontecimientos (H. Tajfel).
M. Carretero, D. Bar-Tal y A. Raviv identifican el origen de la formación social de estereotipos en dos factores: la “versión oficial de la historia” y la “información” que nos es transmitida. A través de la primera, somos contaminados por mensajes que pretenden “conformar la identidad nacional en función de las necesidades del presente”. Se tergiversa interesada y antojadizamente el pasado, que al concatenarlo con paradigmas generan conductas estereotipadas. En cuanto a la “información”, el riesgo está en tomarla de forma “incuestionable como válida y verídica”; nosotros agregaríamos indiscriminada.