“Cada ciudad ha tenido experiencias distintas; la tendencia ha sido la improvisación: quien vota suele decidir emocionalmente, y quien gana llega al despacho a aprender”.
En exactamente un año, los ecuatorianos volveremos a rayar papeletas para elegir prefectos, alcaldes, ediles y juntas parroquiales. A pesar de que el coqueteo electoral recién empieza, ya tengo muy claro qué es un mal candidato.
No pienso votar por un personaje anodino y tardío cuya respuesta a un desastre es decirle a la gente que deje de ayudar. Si el nudo logístico lo supera es un administrador mediocre, incapaz de optimizar recursos y cuidar a su comunidad.
Por supuesto, tampoco quiero que nadie avergüence a mi ciudad o a mi provincia con un grillete en el tobillo. Esos ñañitos, hijitos y amigos que engordan el hediondo tráfico de influencias son agentes de la corrupción y la impunidad.
Tampoco pienso entregar mi voto a oportunistas que impostan sonrisas en medio de la tragedia para lucir como desinteresados vecinos. El membrete del movimiento ciudadano ha sido prostituido hasta el cansancio para camuflar ambiciones personales.
Me generan rechazo los funcionarios cuya prioridad diaria es lucir en redes. No nos importan sus glamorosos estilos de vida, los gallos que guardan en la garganta o los gestos ensayados hasta el desvelo. Los elegimos para trabajar, no para posar.
Necesitamos líderes que se paren bajo de la lluvia y que tengan un mapa mental de los problemas que azotan a todos los rincones de la ciudad y de la provincia; y que estén en capacidad de generar soluciones sostenibles. Requerimos gente decente que no trafique ni gestione favores. Si la prioridad es el partido o el líder, entonces no podemos esperar ningún tipo de compromiso cívico.
Cada ciudad ha tenido experiencias distintas pero la tendencia ha sido la improvisación: quien vota suele decidir de manera emocional, y quien gana llega al despacho a aprender. No requerimos pasantes.
Ojalá el 5 de febrero de 2023 podamos superar a los mercaderes, a los modelitos de Instagram, a los buitres de la desgracia y, a los que son capaces de absolutamente nada.