“Caminemos y le cuento. Unos 15 años atrás, durante los días de agosto, todo el pueblo cantaba mientras cosechaba trigo y cebada. Ahora, como ve, todo es silencio en Aloguincho”.
Quien habla es Jaime Flores. Tiene 83 años y es uno de los pocos que recuerdan los entresijos de aquel ritual que en el 2018, mediante Acuerdo Ministerial, de la Cartera de Cultura, fue declarado Patrimonio Inmaterial del Ecuador. Un ritual que languidece.
Es lunes 08:30, el sol de agosto aún está tibio en el pueblo ubicado a 90 km al nororiente de la capital. El hombre de sombrero de paño detiene su caminar y señala con su mano los sembríos que rodean la comarca: “Todo lo que ven sus ojos, antes eran cultivos de trigo y de cebada; cuando maduraban, brillaban como el oro”.
Hace una década, esos cereales fueron reemplazados por maíz. Hoy, las 450 familias de la comuna (unos 3 500 habitantes) lo siembran. Por allí hay “dos retazos de tierra con tres arrobas de trigo para hacer una demostración del ritual de la cosecha”, confiesa René Cumbal, presidente de Aloguincho.
Llegado el día, a mediados de agosto, frente a las autoridades se hace una dramatización con la recogida y trillada del grano mientras los participantes cantan y se hace la fotografía, narra Manuel Rodríguez, otro octogenario que maneja la hoz como nadie.
Antes, rememora, entre los cortes de espigas se entonaban cantos en quichua para dar ánimo e incentivar el trabajo, que cada año se reeditaba entre julio y septiembre, pero mucho más durante agosto.
Esta tradición de la cosecha de los cereales no tiene una fecha clara de inicio, solo se sabe que ya antes de la Ley de Reforma Agraria (la primera se expidió el 11 de julio de 1964) los agricultores de la zona cantaban a todo pulmón y la comarca retumbaba.
¿Qué cantaban? Flores se encoge en hombros y tras una pausa menciona que el primer grito era un “ajaaaaaiiiii”, luego toda la gente respondía “oohh oohh jari jari oyay”. Flores se emociona y calla…
Luego de reponerse, agrega que la segunda voz decía: “alabar, Lucía, a nombre de Dios”; y la gente se ubicaba en medialuna, con dos capitanes en cada extremo, y respondía: “A la medialuna, capitán cura…”.
A cada corte de trigo solían acudir, en promedio, 120 personas; todas eran invitadas por el dueño de la sementera para que le pudieran “hacer el favor” en la cosecha. En la comunidad, esa práctica se conoce como “randhimba” o “
”, apunta Cumbal.
La jornada iba de 07:00 a 18:00; en días de luna llena, el trabajo se extendía un par de horas más. Jamás faltaba la copa de chicha o licor fuerte. Solo al final del día se servían los alimentos en platos de barro y con cucharas de palo.
Todos dejaron de cultivar los cereales (entre enero y marzo), porque el maíz resultó más rentable. Cumbal recuerda que algunas personas de Saquisilí venían a la comuna y compraban en USD 15 o 16 el quintal de trigo, cuando producirlo costaba 10. En cambio, un quintal de maíz blanco está en USD 40 y se invierten 8.
Flores acepta la invitación de Cumbal para subir a lo más alto de Aloguincho, a 3 200 msnm y presenciar la última de las tres trilladas de este año.
Al final del camino culebrero, con pequeños sembríos de papas y habas, está la máquina de Rogelio Serrano, de 77 años. El enorme aparato de marca colombiana trillaba, años atrás, día y noche; por cada quintal cobraba USD 2 o 3.
Este año tuvo tres encargos “de un montoncito de trigo y de cebada”, apunta apesadumbrado. Por eso, cuando termine su última jornada, guardará la máquina hasta el 2022 y se dedicará a la carpintería.
Está convencido de que la tradición de la cosecha de los cereales solo podrá revivir con un asesoramiento técnico del Ministerio de Agricultura y una buena semilla, para que la producción sea abundante, “pero nada de eso hay”, dice.
Esa apreciación no es compartida por la Cartera de Estado, que indica que en marzo colaboró con la asistencia técnica en el cultivo de trigo en Aloguincho, aunque haya sido solo para 0,25 hectáreas y autoconsumo. Agrega que el Municipio de Quito donó la semilla y el GAD parroquial de Puéllaro, los insumos.
Raúl Codena, director del Instituto Metropolitano de Patrimonio (IMP), ratifica el aporte que hizo y suma la promoción de esta manifestación cultural, al menos cada agosto cuando sube hasta la comunidad a participar de la dramatización de la cosecha.
Pero nada de esas iniciativas servirán si no hay vías de acceso medianamente en buen estado y conectividad, dice la comunidad. Frente a lo primero, Codena dice que gestiona con la Prefectura de Pichincha para que arregle el camino de ingreso al poblado, que ahora es intransitable y lleno de material que cae de la montaña.
Sobre lo segundo, la directiva de la comuna no se cansa de pedir a las telefónicas que busquen la forma de mantener comunicada a la población; por ahora, la vecindad solo puede chatear. Si se quiere hablar, deben salir hasta Puéllaro.
Esa desatención descorazona a la población, que cuando le llegó el diploma de la Declaratoria de Patrimonio se ilusionó con días mejores. Ese reconocimiento cuelga en la pared de una de las habitaciones de la casa que pertenece a toda la comuna y que está frente al parque central.
Pero, se lamenta Cumbal, “del dicho al hecho hay mucho trecho y ni siquiera nos dieron la trilladora que tanto nos ofrecieron”. Mueve la cabeza y suspira largamente porque la tradición que sus antepasados le heredaron está muriendo.