La mayor virtud de la democracia radica en que el pueblo, el soberano, es quien elige a sus gobernantes, debiendo estos últimos de preservar los intereses y preferencias de su pueblo. Desde sus orígenes, y hasta la actualidad, la movilización de todos los individuos de una sociedad para conocer sus puntos de vista respecto de un tema sobre el cual tomar una decisión, es poco viable por no decir ineficiente. De ahí, que las democracias modernas sean más que nada esquemas de representación de la población en donde esta selecciona a personas que actúen y decidan en su nombre.
Precisamente, es en este punto donde ocurre -en mi opinión- el fallo de las democracias: La naturaleza del individuo lleva a los representantes del soberano a decidir mayormente conforme a su criterio, omitiendo su restricción básica de deberse a quien lo eligió. En este sentido, la representatividad de la democracia tiende a ser más conceptual que real y, en consecuencia, nos vemos como ciudadanos eventualmente atrapados en un juego de ciencia ficción en donde ni el guion ni el escenario le pertenecen a quien legítimamente debiera.
Entonces, si no es eficiente el mecanismo de selección de quienes se dicen representarnos para administrar aquello que todos colectivamente poseemos y valoramos, ¿Cómo podrá ese Estado alguna vez ser concordante con las preferencias sociales de sus miembros?
La pandemia nos ha llevado a foja cero como sociedad, como Estado, como mercados, y por ende en todos los aspectos que de estos se desprenden. Estamos en un momento único, excepcional, para rediseñar el Estado y configurar uno mejor con un sistema de protección social que asegure que en próximas catástrofes, como la actual, ningún individuo este a merced de la limosna para subsistir en ausencia de actividad económica, con un mecanismo democrático moderno y tecnológico que efectivamente traslade de forma continua las preferencias ciudadanas en toda decisión que desde el Estado se deba tomar, con un verdadero poder de fiscalización colectivo como corrector de todas aquellos espacios traslúcidos que la ficción de hoy confiere, entre otras características.
Al momento existe ya un reavivamiento del poder de las personas a través de sus actuaciones conjuntas en las redes sociales, que mucha gente, empresas y gobiernos lo reconocen y utilizan para la consecución de sus propios objetivos y decisiones. Aún más, durante la pandemia no solo se ha reforzado este hecho, sino que también se ha podido validar que con las TICs la presencia física es fácilmente sustituible. Con esto, los mitos alrededor de la no implementación de una democracia directa se derrumban, y hoy las esperanzas de un Estado más representativo podrían estar muy cerca si y sólo si los liderazgos nacientes logran observar este camino y dirigir nuestra sociedad hacia un verdadero nacimiento.