Cuando se dice y se repite que alguien del común de los mortales logró llevar adelante ejecutorias extraordinarias surge un héroe, nace un mito. Nunca habrá lindes lejanos ni conquistas imposibles para la ambición del ser humano. Al igual que el eco, la fama del héroe tiende a dilatarse. Así fue desde el comienzo, desde aquellas turbadoras noches de la prehistoria, cuando dos o tres cazadores nómadas descargaban su fatiga contando las hazañas corridas por cada uno, alrededor de la palpitante llama de una hoguera.
No hay, por lo general, héroe feliz, a no ser en los cuentos de hadas. Según la leyenda (ese horizonte intangible en el que habita su sombra) la tragedia ronda siempre la vida del héroe, corta en jornadas y pródiga en desdichas. Desde que Homero nos restituyó la memoria de épicas batallas sabemos que el ser humano mide la tragedia por la altura de su caída y su grandeza en la magnitud de la lucha. El héroe mítico, con su aureola y descenso, resulta ser un cabal símbolo de la existencia del hombre proclive siempre al error.
Pero vengamos a nuestro tiempo y hablemos de los campeones de hoy, paladines de talla menos grandiosa y que, al igual que ayer, surgen al margen del prosaico ritmo de lo cotidiano. Y vemos cómo, cada cuatro años arriban a las grandes olimpiadas oleadas de jóvenes dotados de fuerza y talento extraordinarios que pugnan por el oro, la plata y el bronce y la gloria consiguiente; una vez enfrentados en la pista atlética, obtienen, para pasmo del mundo, marcas cada vez más altas e impensables hasta hace poco tiempo.
Y hay de los otros, los héroes de barro a los que agiganta la magia televisiva, a quienes una hinchada fanática que brama y se aprieta en los graderíos de un estadio de fútbol, celebra, con catártico empeño, la jugada atrevida, la hazaña del gol. No obstante, en una civilización como la nuestra, a la que agobia lo banal y atosiga la chatarra, pocos de estos ídolos permanecen en el pedestal; una vez extinguidas las flamas y silenciados los aplausos, muchos son olvidados. La ceniza los cubre.
Ello no ocurre con el héroe mítico, aquel que se yergue al origen de una cultura y cuya memoria es venerada por simbolizar el carácter de un pueblo, la fundación de una patria; arquetipo de la eterna contradicción del hombre con su destino. Eneas, un príncipe de la abatida Troya, será quien funde la inmortal Roma.
La nación, en tanto comunidad imaginada, necesita –al parecer- del héroe y sus epopeyas, un salvador al cual rendirle ese culto laico que todo estado inventa en añoranza de lo sacro. Las brumas de la leyenda lo tornan fabuloso; y si su sombra se alarga aún hasta nosotros (porque su historia nos resulta más cercana), lo sentiremos más humano e incluso imperfecto, pero no menos grandioso. De las cenizas del héroe mítico se eleva el ara de su culto, el altar de una patria.