Conel villancico ocurrió lo mismo que con tantas otras cosas que llegaron de España; una vez trasplantadas en tierra americana cambiaban de tal forma que, en el decir del perspicaz fray Bernardino de Sahagún (1499-1580), se “volvían otras”, muy diferentes a lo que habían sido. Al villancico, como al grano de cebada, se me ocurre mirarlo formando parte de una de tantas tramas paralelas que, con el transcurrir de los siglos, han configurado ese abigarrado tejido de nuestra cultura popular.
Así como los primeros granos de cebada vinieron de España en las alforjas del conquistador, el villancico llegó también junto al cantoral del doctrinero. La cebada vino para quedarse. Sus enhiestas espigas ondean, desde entonces, en las ventiladas laderas de los Andes y su grano, convertido en pan cotidiano de nuestro pueblo, nunca ha faltado ni faltará en la mesa del ecuatoriano transformado en un humilde plato de arroz de cebada, ese milagroso sustento corporal y puntal de la memoria. De la misma forma, el villancico navideño (tan humilde como el grano de cebada), aquella devota letrilla brotada del alma religiosa del pueblo, también procede de la España de Carlos.
Junto al credo y el avemaría ningún misionero ni párroco de indios dejó de enseñar a los hijos de Atahualpa el arte de cantar cuartetas de alabanza al Niño Dios. Y así como la cebada se mestizó en el sabor de un plato de arroz de cebada, al villancico, canción navideña del villano de Castilla, lo aclimatamos a nuestra sensibilidad, a nuestro mundo y a nuestra lengua, nos lo apropiamos, lo volvimos diferente: criollo, mestizo, indio, en fin.
El rito católico de la España barroca al pasar al Nuevo Mundo perdió buena parte de su pomposidad original sin extraviar, por ello, su naturaleza alegórica y su sentido de teatralidad. Aquellas formas de poesía popular que estuvieron adheridas al ritual religioso –tal el caso del villancico- adquirieron en América referencias propias del contexto americano, elementos sacados de la vida y costumbres del pueblo. La gastronomía y las lenguas vernáculas (como el quichua), entraron a formar parte del universo evocado en los villancicos ecuatorianos.
De la fecunda cosecha que Juan León Mera hizo de la tradición oral ecuatoriana entresacamos esta redondilla que, desde los años coloniales, se cantaban en los días de Navidad en los pueblos de nuestra Serranía: “Jahua pachamanta (Desde el alto cielo)/ el Hijo de Dios, / cay ura pachaman (a esta baja tierra) / bajó por mi amor”. Por su parte, Justino Cornejo recogió cuartetos como este en los que se evocan las costumbres manabitas: “Niño Manuelito / ¿qué quieres comer?/ -Tortitas de Yuca / envueltas en miel”.
Razón tuvo Bernardino de Sahagún al observar que el mágico mundo americano tenía la virtud de transformar todo aquello que llegaba de la vieja Europa, pues así fue cómo surgió un nuevo pueblo, una sociedad híbrida y una cultura mestiza, nuestro abigarrado mundo hispanoamericano.