“Irreverencia” es la falta de reverencia, siendo a su vez ésta sinónimo de respeto o veneración. En el ámbito psisociológico, la reverencia es actitud ante el temor o miedo a generar desagrado en otros, normalmente consecuencia no tanto de la transmisión del propio pensar o proceder, sino más bien de la manera en que terceros asumen estos. La reverencia conforma un obstáculo al libre albedrío, producto de prejuicios y complejos impuestos por taras educacionales que pretenden aplicar modos conductuales castrantes de pensamientos soberanos.
El respeto es siempre base de la sana convivencia social. Respeto que, sin embargo, es un ascendente de dos vías, significando la plena aceptación del prójimo en su particular circunstancia, al margen de compartir o no sus convicciones. Por ende, quien aspire “reverencia” hacia uno mismo, necesariamente debe observarla ante el otro.
El hombre vulgar – aquel que no razona – identifica irreverencia en cualquier conducta que lo contradiga. Deja de considerar que filosóficamente, es decir para “el saber”, la irreverencia es espontaneidad a título del imperativo de romper paradigmas. Entre estos “paradigmas” especial mención cabe hacer de aquellos ideológicos y religiosos… que más gravitan en el buen pensar y desenvolverse. Y no es que estemos llamando a dejar de lado la ideología y religión en nuestros esfuerzos de razonamiento, pero sí insistiendo en cavilar con lógica robusta, despojada del misticismo que obnubila el conocimiento objetivo.
Los terapeutas Cecchin, Lane y Ray, en su obra Irreverencia, ofrecen un llamado a debate así: “la premisa fundamental es que una lealtad excesiva a una idea específica hace que la persona no sea responsable de las consecuencias morales inherentes a ella”.
No perdamos, pues, de vista que la irreverencia valiosa traslada al convencimiento de que la maravilla humana es trascender en reflexión. Dejar de deliberar irreverentemente es autoimponernos limitaciones de realización propia como seres pensantes proyectados en inteligencia.