Marco Arauz Ortega. Subdirector
Si un presidente cree y proclama que el Jefe de Estado es el jefe de todos los poderes, y si además el resto de poderes y la sociedad se lo creen y se lo permiten, no es extraño que, cuando ha pasado la gran ola de popularidad, a esa misma colectividad le resulte difícil disociar la responsabilidad de ese presidente en relación con los acontecimientos del país, incluso de los menos relevantes.
A propósito de las alusiones sobre la supuesta injerencia en las decisiones del Poder Judicial, una asambleísta afín replicó que eso implica conferirle a Rafael Correa categoría divina. Ese no parece ser el caso y la explicación es un poco más mundana: si un presidente que cuenta con mucho poder expresa sus deseos sobre procesos que están en manos de la justicia, termina por influirla. Si se juega el cargo por la decisión de un organismos técnico contra una radio, termina por involucrarse.
Y si además se vuelve una figura protagónica, el gran ejecutor que no da espacio a sus ministros ni siquiera para que cumplan el papel de fusibles, se entiende lo arduo que ahora le resulta al Gobierno separar la tan promovida imagen presidencial, aquella que eligió asambleístas, alcaldes y prefectos, de las principales decisiones nacionales.
Hoy existe la percepción de injerencia y politización incluso en instancias que normalmente escapan a la esfera del gran poder, como el deporte. Desandar ese camino de empoderamiento total le costará mucho al Presidente.