Habrá que reconocer que no es magia, sino pura casualidad. Y hay que aceptarlo, aunque nos desilusione. Pero el hecho es que en la historia musical existen años elegidos, en que llegan al mundo dos y hasta tres genios juntos. Fue en 1685 cuando anclaron Haendel en Halle, el 23 de febrero, y Bach en Eisenach, el 21 de marzo. Pero no contento con esta hazaña, el mismo año, el 26 de octubre, nos regaló a Domenico Scarlatti en Nápoles. La vida los llevó a los tres por distintos caminos, porque mientras Bach terminó su existencia gloriosa en 1750 en Leipzig, Haendel creó y triunfó en Londres, donde murió en 1759. Y en cuanto a Domenico, hijo de otro músico famoso, Alessandro, sedujo a sus contemporáneos como autor de óperas, cantatas y música sacra, pero especialmente centenares de sonatas para teclado que siguen deslumbrando al mundo. Fue en Venecia donde se conocieron Scarlatti y Haendel, quienes, lejos de rivalidades, quedaron ligados por una recíproca estima. Domenico murió en Madrid, en 1757.
Otro año favorecido fue el de 1813, cuando nacieron, uno en Roncole, minúscula aldea del ducado de Parma, el otro en Leipzig, henchida de vida cultural, Verdi y Wagner. Lección primera de la historia: se puede emerger en un olvidado rincón de apenas 100 almas, con 15 casitas alrededor de una iglesia, y convertirse en uno de los dueños del mundo. Al menos, del mundo del arte.
Verdi y Wagner no tuvieron contactos, pero el italiano fue testigo del influjo imparable del wagnerismo sobre sus compatriotas. Todos, profesores y alumnos de música, según escribió en una amarga carta, estaban contaminados de germanismo. Sin embargo, cuando se enteró de que su inevitable rival había fallecido en Venecia, reconoció en una carta a Ricordi: “Ha desaparecido un gran hombre?”.
En 1810 llegaba otro creador de menos renombre: Otto Nicolai (el 9 de junio), que deleitó al centro de Europa con su estilo Biedermeier.