Los subsidios son un cáncer que ha venido carcomiendo la estabilidad económica del país. Su origen está en los gobiernos pusilánimes que, por razones políticas y temor a la reacción popular, compensaron con ayudas inorgánicas a los afectados por las medidas económicas que el bien público obligaba a tomar, con la política de dar una de cal y otra de arena.
Puede entenderse subsidios dirigidos para paliar los efectos en las clases sociales menos favorecidas, pero no para enriquecer más a aquellos que generan ingresos sin la ayuda del Estado. Se corrompió el sistema.
Alarma que los empresarios privados se unan a los reclamos por la eliminación del subsidio. Los exportadores de atún, que reciben millones de dólares y se pasean en lujosos yates, ponen el grito en el cielo porque si se les priva del subsidio al diésel se les pone en riesgo de quiebra. Los empresarios deben dejar de apoyarse en los subsidios y en los precios políticos. Si no son competitivos con buena administración y tecnología que cierren el negocio y busquen empleo entre los empresarios, por desgracia pocos, que han logrado éxito en el mercado interno y en el internacional, sin necesidad de que el Estado sea un socio que no recibe beneficios.
No es admisible que un grupo de concesionarios del Estado, a través de un permiso, y que prestan un servicio público puedan paralizar a todo un país. Cada vez que las circunstancias obligan a dictar una medida que les afecta van al paro y en base de chantajes obtienen más prebendas de las que gozaban antes.
El Estado está en la obligación constitucional de preservar el orden público y no puede consentir que un conjunto de activistas y mercenarios cierren las vías de uso público, atenten contra la propiedad privada y atenten contra el buen vivir de los ciudadanos. El Estado tiene instrumentos legales para hacerlo, empezando por el estado de excepción, y dispone de las fuerzas de seguridad del Estado para impedir tales abusos y detener, según las normas penales, a los responsables.
Pero si se declara el estado de excepción es para cumplirlo y no para permitir que policías y Ejército tomen una actitud de expectativa y contemplación.
He visto como unas pocas personas quemaban llantas y bloqueaban una avenida ante la mirada pasiva de los uniformados. El principio de proporcionalidad no quiere decir inactividad y que Policía y Ejército no tomen las acciones necesarias para restablecer la paz.
Los hechos, con pesar, me llevan a pensar que hasta hoy el Ecuador no se ha constituido en una nación cultural, que comparte valores y principios, entre ellos el respeto a la Constitución, base de la nación política. La nación se compone de grupos de presión y de interés que defienden sus propios fines, que no siempre coinciden con los del bien común.
No hay un compromiso con la patria, que como concepto va más allá de la soberanía económica, social y política que determinan al Estado.