Aquel escritor mexicano tan simpático, que siempre cae bien -y escribe bien-, Juan Villoro, decía que, a diferencia de la novela, la poesía no se puede leer de un solo tirón. Resultaría algo así como una falta de respeto, una bofetada para el poeta, que se le diga -y sin compasión: “terminé de leer su libro en una sola noche”.
Es posible leer poesía así. Es la verdad. Pero la pregunta a plantearse cuando uno está frente a un libro de poemas es cómo abordar esa experiencia poética que los autores nos han dejado. Y resulta siempre una experiencia demorada, que requiere de tiempo para las varias lecturas. Por eso, mayormente, en la casa de los buenos lectores siempre la poesía ocupa un espacio menor en sus bibliotecas.
Ante el poema, en principio el lector se enfrenta a un objeto en sí y para sí. Es disfrutar la disposición de las palabras, el procedimiento -o mecanismo, si se quiere- para la elaboración de un texto poético. Pero el poema es, a la vez, un desafío de lectura. Se la lee en diferentes tiempos: el hecho concreto es complejo y que no puede apelar necesariamente al entendimiento, aunque este parezca ser el fin último. La poesía es, de todas las formas de la literatura, la máxima ambigüedad del lenguaje, las múltiples interpretaciones.
Con un solo poema/texto, el lector se convierte en un cómplice de la voz poética: trabaja el lenguaje con el mismo tiempo de horas y días para ingresar -no necesariamente interpretar- a la experiencia poética. Algo así se siente con el reciente libro de María Aveiga del Pino: ‘Códice de voces’, editado por el sello Trashumante.
Es un desafío desde el título mismo. Lo impreso contienen una voz; no hay lenguaje ni lectura sin oralidad. Esa es la esencia de la poesía: sentido-sonido. Toda lectura poética, aunque parezca silenciosa, es un canto y, mayormente, un grito.
Este poemario arranca con algo bellamente desconcertante: la historia de Ocho Venado, Garra de Jaguar, un gobernante y guerrero mixteca, de entre los años 1063-1115 d.C. , “que traspasó con un punzón su hueso nasal e inauguró una dinastía. Gobernantes de la tierra lo ungieron como soberano. Encendió el fuego nuevo”.
Fue el unificador de los reinos del sur de en la costa pacífica de México y su vida fue relatada en los códices. Pero con la conquista, “la mayoría de los códices fueron quemadas para que sus palabras no ofendan a Dios o convoquen seres y batallas. Las voces fueron condenadas como la de Spinoza: maldito sea de día y de noche, al acostarse y levantarse, al entrar y salir. Que no sea leída y escuchada su palabra y sea borrado su nombre debajo de los cielos”.
Terminada esta línea, hay un recurso técnico que cruza todo el libro: algo así como incrustaciones poética, de una bella tipografía (la poesía puede ser visual también), que altera el ritmo, la confiere un sentido mayor. Luego de la última línea del párrafo anterior, se lee lapidariamente “Y es que morir es empalar tu voz”. Es la condena que deja el silencio doloroso, una maldición permanente por generaciones. Porque luego, el libro transitará con intensidad, la migración, el desierto, la memoria, la muerte, en una unidad de sentido, en un reto para la experiencia poética.
El libro:
‘Códice de voces’
Editorial:
Trashumante
Edición2022:
94 páginas
Por qué leerlo
El alto valor poético exige no solo la lectura, sino la relectura.
La autora
María Aveiga del Pino es antropóloga y pequeña empresaria. Su vida ha transitado por Zimbabue, Madagascar, Honduras, El Salvador y Egipto. Ha publicado los libros ‘Bajo qué sol nos madura’ ‘Oc’, ‘La pasión de Jesús: Alangasí’, entre otros.