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Nadie habría imaginado que al cumplir el primer año de gobierno de Lenín Moreno su compañero de fórmula, Jorge Glas, y otros altos funcionarios estarían en la cárcel. Y el fiscal general de la Nación, el contralor general del Estado y el presidente de la Asamblea Nacional, destituidos.
El sacrifico de los infantes de Marina y los periodistas que ofrendaron sus vidas en el cumplimiento de su deber ha provocado un sacudón emocional a los dos lados de la frontera, y verdades inadmitidas salen hoy a la luz.
La iconografía con la que la “revolución ciudadana” alimentó el relato de gobierno de manos limpias se ha derrumbado y hoy solo quedan despojos y nombres de altos funcionarios pillados en vergonzosos actos de impudicia y corrupción por los que algunos están siendo procesados, a pesar de que la Justicia, servil al poder, desestimó y archivó graves denuncias.
La estrategia de jugar al despiste para evadir la realidad no podía durar mucho tiempo, los hechos se imponen mostrando su crudeza. Los últimos atentados en Esmeraldas, con el saldo doloroso de tres infantes de Marina muertos y varios heridos, así como el secuestro de periodistas, han sido un golpe brutal para Ecuador, llamado hoy a recobrar la conciencia de cara a dos de sus peores enemigos: el narcotráfico y el terrorismo.
Convirtió a su gobierno en una suerte de sociedad secreta en la que el culto a la personalidad volvía realidad lo que el célebre irlandés Bernard Shaw sostenía: ‘El arte del gobierno es la organización de la idolatría”. Sus acólitos nunca objetaron que en una democracia el gobernante controlara todas las palancas del poder. Lo que contaba era que ellos estaban protegidos y su permanencia asegurada debido a su incondicional lealtad.
Se dicen defensoras de los derechos humanos pero evitan hablar del hambre y la miseria a la que se ha condenado a un país, en especial a los más pobres, que hoy escarban basureros para encontrar algo que llevar a la boca. Nada dicen tampoco del inhumano trato a los opositores al régimen, confinados a las mazmorras del Sebin, temible oficina de represión y tortura.
Incrédula ante lo que estaba mirando pensé que se trataba de una falla tecnológica. Un chat privado de personajes conocidos circulaba en las redes y era replicado por el ejército de trolls del oficialismo. Pero no era una falla. Los teléfonos habían sido hackeados y se pretendía convertir el diálogo de un grupo de WhatsApp -en el que se hablaba de salir a protestar contra la Ley de Plusvalía-, en una amenaza para la seguridad del Estado. Era 2016.
Nadie habría imaginado que, 10 años después de la fallida revolución ciudadana, la palabra sumisa llegaría a convertirse en el santo y seña de las mujeres que ejercieron el poder.
Los científicos aseguran que no hay un perfil psicológico del corrupto, pero se ha probado que, una vez que alguien se adentra en este vicio, la patología es ascendente.
¡Cuánta doble moral, compañeritos!, solía repetir el expresidente Rafael Correa cuando descubría contradicciones de sus opositores. Convertidos en víctimas, los zahería de forma inmisericorde.