Convirtió a su gobierno en una suerte de sociedad secreta en la que el culto a la personalidad volvía realidad lo que el célebre irlandés Bernard Shaw sostenía: ‘El arte del gobierno es la organización de la idolatría”. Sus acólitos nunca objetaron que en una democracia el gobernante controlara todas las palancas del poder. Lo que contaba era que ellos estaban protegidos y su permanencia asegurada debido a su incondicional lealtad.
Diez meses después de la retirada del jefe unificador, el mandamás que resolvía personalmente las diferencias entre sus subordinados, menospreciando las instituciones, el verdadero rostro de la “revolución ciudadana” ha quedado al descubierto y el pueblo ha mirado con estupor como las más altas autoridades están inmersas en un juego de conspiraciones: se espían entre ellos, se chantajean, se sacan documentos reservados y se delatan mutuamente.
Tres de los más fieles hombres de confianza de Rafael Correa han descendido al albañal y se han embadurnado, sin contemplación, provocando escalofríos en una sociedad que apenas alcanza a murmurar: “¡En qué manos hemos estado!”
El ataque aleve ha sido el arma arrojadiza de los implicados en la trama, que intentando defenderse han hecho revelaciones temerarias que los han hundido más. Un fuego cruzado que ha terminado hiriendo a todos.
Han dicho que sabían de sentencias retorcidas, de informes abstentivos en casos de peculado, de siniestros montajes para condenar a inocentes, como en el caso del 30-S, fruto del cual hay policías encarcelados, familias destruidas, vidas rotas de compatriotas que tienen que ser recuperadas y reivindicadas. El que hayan guardado silencio los convierte en seres aborrecibles que, además, se han burlado de las leyes, por lo que hoy deberían ser llevados ante los jueces para que digan qué más saben de la era correísta.
Lo delatado por el fiscal general de la Nación, el ex presidente de la Asamblea y el ex contralor del Estado explica por qué las denuncias de corrupción presentadas por la oposición eran archivadas, los activistas sociales encarcelados, los medios de comunicación asediados y los periodistas llevados a los tribunales. Estaban dedicados a cubrir sus espaldas.
Las revelaciones de las autoridades confirman que el gobierno de Correa fue un juego de simulaciones, el imperio de la doble moral, que alardeaba tener las “manos limpias”, cuando estaban manchadas. Una “revolución ciudadana” a espaldas del pueblo al que le ocultaban las andanzas de sus autoridades. El reino de la impunidad.
Ante tantas atrocidades, las censuras y destituciones hechas por la Asamblea Nacional y el Consejo de Participación Ciudadana de Transición, en cumplimiento del mandato de la consulta popular, son la catarsis colectiva de una sociedad que ansía superar diez años de totalitarismo, para lo cual tendría que exorcizar el correísmo.