Crecen nuevos rascacielos, colosales, inmensos. Sigue la vieja competencia de quien es la familia o el grupo más poderoso a través de la construcción del edificio más alto, más monumental. En las amplias calles y avenidas, se muestran cientos de vitrinas, verdaderas obras de arte, de diseño. Precios carísimos. Inmensas publicidades y derroche de luz artificial. El capitalismo en todo su esplendor. Esto es Nueva York.
Lo relatado es la superficie de la Gran Manzana, de esta suerte de capital del planeta, con personas de todo el mundo, compartiendo sus modas, vestidos y culturas. Gente por miles, despreocupada, sin la presión del covid, algunos con mascarillas, los más, aprovechando del sol primaveral en el Central Park. Aquí no existe la guerra en Ucrania ni hay la menor preocupación de una posible guerra nuclear. Sin embargo, en los medios, lo de siempre: algún loco supremacista matando afroamericanos.
Pero, bajo tierra, hay otra ciudad. Un submundo. Un Metro sucio, caótico… Sentado al extremo de un vagón, un joven afroamericano, desarrapado, intimidante, entonaba y gesticulaba exageradamente un rap, bajo los efectos de alguna droga. Desafiaba, con su comportamiento agresivo, a todos cuantos subían al transporte, e incluso, en algún momento, estalló furioso, con una andanada de insultos quejándose de racismo, de falta de oportunidades y de pobreza.
Como este joven afro, hay muchos, más hombres que mujeres, que circulan cual zombis en el Metro de Nueva York. Esa es la otra realidad de este capitalismo que expulsa a millones a la marginalidad extrema. El viejo “sueño americano”, ya no existe. Los “homeless”, los sin casa, se multiplican en las ciudades. La inequidad brutal es el signo más significativo de este imperio, que como otros en su momento, que se desmorona por dentro, con una riqueza concentrada, cínica, exhibicionista, frente a una marginalidad y pobreza que se expande, pero que no tiene todavía una expresión política, sino la rabia contenida desde el pasado esclavo.