El ‘uno a uno’ y la violencia
Muchas personas asumen la violencia como una forma aceptable de resolver discrepancias, un medio legítimo para defender el “honor” mancillado (propio o ajeno), el “buen nombre” afectado, incluso lo entienden como un signo de “virilidad”, de ser “macho”.
Se asume que la agresividad física, verbal, escrita o gestual es natural, resultado directo de la evolución humana, de la necesidad de sobrevivencia. Esta idea de que el “fuerte” tiene mayores posibilidades de sobrevivir que el “débil” (la ciencia ha dejado en claro que no es el más fuerte sino el más adaptable), se asume que es un rasgo asociado a la masculinidad.
Se presenta la violencia -como medio para resolver discrepancias- como algo inevitable, cuando invitamos a resolver las cosas “uno a uno” asumimos que es válido arreglar disputas golpeándose, buscando deliberadamente causar daño a otro ser humano, lastimarlo, humillarlo, ejercer poder físico.
Enfrentar diferencias personales, no se diga políticas, mediante la fuerza física es renunciar a la racionalidad en pleno siglo XXI. El uso de la violencia como forma de relación humana es un aprendizaje, resultado de un contexto cultural, de las interacciones sociales, algo que se aprende a usar o a controlar.
Todo el tiempo nos movemos entre Maquiavelo, Nietzsche y Hobbes, que consideran a la violencia como inherente al género humano; y la idea de Rousseau, que asigna al humano una bondad corrompida por una sociedad perversa. Sin quedarnos en los extremos no podemos olvidar que los seres humanos, en busca de civilidad, hemos elaborado una serie de dispositivos, sociales, culturales y jurídicos para reprimir nuestra supuesta pulsión por la violencia.
No voy a negar en lo más mínimo mi relación, en la juventud, con el uso de la violencia física como medio para demostrar una supuesta virilidad. Crecí en un contexto social y cultural donde muchos niños y jóvenes éramos alentados a pelear y premiados por ello. No hacerlo era visto como un signo de debilidad.
Formalmente, nos llamaban la atención; sin embargo, entre líneas éramos animados a seguir haciéndolo; por eso durante años me pareció que las cosas eran “así mismo”.
Con el tiempo y expuesto a otras referencias, a otros entornos, quedó claro que no, que los conflictos no debían resolverse así, que golpearse no era “normal”. El entorno me condicionaba –y condiciona a miles de personas- a mirar la violencia como algo cotidiano y aceptable.
Qué pensarán miles de jóvenes y de adultos que escucharon estos días la naturalización más burda de la violencia, muchos rodeados cotidianamente de ella, quienes recibieron un mensaje claro: es una forma aceptable de actuar, de responder, de relacionarse.
¿En qué clase de sociedad queremos vivir? Seguro no en una en la que los golpes sirvan para arreglar las diferencias y que esta sea defendida como una expresión de “humanidad” o de “dignidad”.
@farithsimon