Me he quedado abatido y medio roto ante la imagen yihadista que muestra a milicianos ejecutando a iraquíes capturados. En el lado izquierdo de la foto está el pelotón de fusilamiento que dispara de forma indiscriminada en un ritual de muerte, quizás tantas veces repetido que no hay lugar para la reflexión o la misericordia. En el lado derecho está el pelotón de los desgraciados, cuerpo a tierra, arrejuntados como ovejas llevadas al matadero. Sólo uno se vuelve y alza los brazos como pidiendo vida, inútil el grito y el gesto ante el poder de la muerte. Y, en medio, la tierra que no es de nadie, la tierra ensangrentada por el fanatismo ideológico y religioso, por los malditos intereses del poder.
Es el signo del terror. El silencio o el grito ya no significan nada, porque simplemente no eres nadie. Te equivocaste de bando o no corriste lo suficiente. La imagen me recordó otras imágenes: las fosas ardeatinas, las de Kattyn, las ejecuciones masivas de rusos y polacos, víctimas de la barbarie nazi. Cambian los escenarios, pero siempre es la misma crueldad, el mismo hombre (tan igual y tan diferente) machacado por el hombre, por el lobo insaciable.
Lo que más duele es este absurdo: nacidos para gozar, pensar y amar, sólo te queda ser víctima. No sabes a quién matas ni quién te mata. El esquema se reproduce en cualquier descampado iraquí, lo mismo que en cualquier callejón del Guasmo. Matas y mueres en medio de la ignorancia…
Hay filósofos que proyectan sobre la condición humana una sospecha dolorosa: ¿Será que estamos castrados para el bien? En medio de la duda asoma la imagen del hombre crucificado por amor, la de tantos hombres y mujeres capaces de amar al hermano más que a la propia vida. ¿Vencerá el amor sobre la barbarie? Pertenezco al mundo privilegiado de los que han visto el horror sólo fotografiado. A veces tengo miedo de que me salpique y también yo, sin quererlo, entre en el vértigo de la violencia ciega y mi amor y mi pensamiento no signifiquen nada. ¡Dios me libre!
Recuerdo las palabras de Viktor Frankl, el psiquiatra vienés, judío sobreviviente de Auschwitz. Al escribir sobre el hombre en busca de sentido, se preguntó cómo pudo él, que todo lo había perdido y que había visto destruir todo lo que valía la pena, sobrevivir y recuperar su dignidad humana… Quizá porque nunca la perdió y, a pesar de tanto dolor, no se olvidó de amar.
Pasmado ante tanta crueldad, he llevado la foto al silencio de la oración y le he pedido a Dios que el pobre hombre abatido y arrojado a los infiernos, pudiera agarrarse, aunque sólo fuera por un segundo, a la certeza de amar y de ser amado. Puede que ante la barbarie sólo quedo esto: un segundo de humanidad. Un segundo que puede juzgar al mundo sabia y compasivamente.
Perdonarán el tono triste del artículo. Se pueden cerrar los ojos, pero no las entrañas.
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