En todas las sociedades, la dimensión cultural es expresión de la identidad, de lo diverso, de lo creativo, de la producción individual o colectiva de la base. Por ello, las instituciones y manifestaciones de la cultura son independientes, libres, autónomas.
Cuando el Estado monopoliza la dirección de la cultura, la ahoga en un mar burocrático. O, lo que es peor, la vuelve funcional a su proyecto político. En democracia, el Estado respeta a la sociedad y sus expresiones organizativas y creativas. Debe ser un promotor que apoya la cultura y le ofrece recursos y facilidades, pero nunca la vuelve actividad subalterna o administrativa.
En los años cuarenta, cuando el país sufría una larga recesión experimentó un auge cultural. Con ese empuje se fundó la Casa de la Cultura Ecuatoriana. Sus creadores, liderados por Benjamín Carrión, pensaron en una institución de la sociedad sostenida por el Estado, pero no parte de su trama administrativa. Por eso la crearon autónoma, de derecho público, pero separada de la administración estatal. Así garantizaron su capacidad de impulsar la producción cultural en diversos campos. Y los resultados son muy positivos.
Era necesario que el Estado institucionalizara su auspicio a la cultura y le destinara más recursos. Esto debía hacerse creando condiciones para que se reforme la Casa de la Cultura, respetando su naturaleza. Pero en vez de hacer eso, que es lo necesario y democrático, el Gobierno se ha empeñado en imponer todo lo contrario. Argumentando que el Presidente de la República tiene la “rectoría” de todas las actividades públicas, ha transformado al Ministerio de Cultura en la cabeza vertical de un “Sistema Nacional de Cultura” que acapara todas las actividades culturales dentro de la trama administrativa del Estado. Y ahora quiere consolidar eso con una “Ley Orgánica de Culturas”.
Esta ley institucionaliza la actividad cultural con el mismo criterio con que se organizan las Aduanas, la Policía o la Defensa Civil. Niega la autonomía, la diversidad y la libertad creativa de la sociedad. Anula las expresiones de la diversidad, de las regiones, las nacionalidades indígenas o la libertad de la producción artística. Todo se enmarca en un esquema burocrático autoritario. La Casa de la Cultura, tal como fue fundada, desaparece. El Instituto de Patrimonio Cultural queda reducido a una dependencia casi sin atribuciones propias. Y esos son solo dos ejemplos.
Estatismo no es socialismo. El socialismo es respeto a la sociedad y a la diversidad desde un Estado fuerte, pero no invasivo o absorbente. El estatismo es práctica de los nazis y de los estalinistas. Fue “doctrina” de Idi Amín y Bokassa. Esa ley no cambiará la realidad. La cultura resistirá desde la sociedad. Si se llega a aprobar durará solo lo que dure el correísmo. O sea muy poco.