El Consejo de Participación Ciudadana era una mala idea. Sus ingenuos defensores sostenían que era fundamental en el modelo de democracia participativa que -decían- traía la Constitución de Montecristi. Varios en la “revolución ciudadana” lo tenían claro: era solo una pieza central en la burocratización de la participación de los ciudadanos, que invisibilizaba a las organizaciones sociales y era útil para controlar la designación de autoridades, maquillando el proceso como participativo, meritocrático y transparente.
En el correísmo se cumplió con el guion, con candidatos 100/100. La cercanía, ser aliado o dependiente era suficiente para ser elegido. La modificación de la forma de nombramiento de los comisionados, hoy queda claro, fue otra mala idea. Evidentemente, no se trata de personas; la solución es eliminar el Cpccs, algo vedado por los candados constitucionales introducidos en nombre de la rigidez.
La nueva crisis del Cpccs ha mostrado, otra vez, el uso abusivo de las garantías a los derechos que la
Corte Constitucional no ha podido limitar, probablemente por temor a que hacerlo amenace a la garantía misma, sin considerar que no controlar los excesos es mucho más riesgoso a largo plazo.
Lo que sucede estos días nos recuerda la profundidad de la corrupción judicial y pone en evidencia a un Consejo de la Judicatura incapaz de controlarla, en el marco del respeto a la independencia judicial.
Me quedan pocas dudas: el desorden institucional es resultado, por un lado, de un instrumento, la Constitución de Montecristi, pensado desde la lógica del autoritarismo, con derechos y garantías avanzadas, pero con estructuras diseñadas para un partido en el poder, que parecía funcionar en un contexto autoritario; y, por otro, de una práctica política caníbal, en la que podemos atestiguar la bizarra alianza socialcristiana, Unes y Pachakutik, todos en las antípodas ideológicas, pero hermanados en la búsqueda de poder y control, sin pensar en el país.